Mojadita y temblando

Sexo 06/12/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 05:05
 

Querido diario: Apenas desperté, me habló un tal Gregorio, de Satélite. Quería que nos viéramos en ese momento, lo que a mí me convenía porque no tenía otros planes. Le expliqué qué incluye mi servicio, además de los detalles de rigor: el precio, dónde podíamos vernos y todas las cositas sabrosas que íbamos hacer. Eso sí, lo de vernos en ese momento iba a estar muy difícil.

Acababa de levantarme. La noche anterior Fernando (que me anda tirando el chon) se quedó conmigo hasta tarde. Hicimos el amor y estuvimos encaramados viendo televisión. Me gusta su compañía. Huele rico, tiene una buena conversación, cocina delicioso, coge muy rico y me consiente. Un hombre que sabe cómo tratarte tiene mucho camino andado.

Quería quedarse a dormir y a mí me habría gustado que lo hiciera, pero eso me estropea el changarro. Has de entender que cuando estoy con él, apago el Lulufón. No puedo estar con un ojo al gato y otro al garabato. Mientras el teléfono oficial está apagado pierdo clientela y, bueno, el horno no está para bollos. Hay que perseguir la chuleta, así que, aunque fuera tarde, cuando ya se estaba acurrucando para quedarse jetón, le piqué las costillas y, entre juegos, lo acompañé hasta la puerta y después de un besito-faje de las buenas noches, lo vi irse por donde llegó.

Gracias a eso, cuando desperté pude atender la llamada de Gregorio, el de satélite, y explicarle que tendría que esperarme unos minutos. No sé si algunos clientes piensan que vivo en el motel, o que tengo varita mágica para aparecérmeles en su cama apenas llamen. Tengo que arreglarme, trasladarme, eso tarda. Así que le pedí que se pusiera cómodo y me esperara. Le pareció razonable.

Listo. Así de fácil estaba lista la primera cita del día para ganarme el pan que llevo a mi mesa. Si se hubiera quedado Fernando, seguramente a este cliente lo habría perdido. Me alegré de mi decisión de despedirlo. Como no tenía tiempo de ir al gimnasio, me estiré e hice una rutina de ejercicio casero que me había enseñado mi amiga Luisa, me di una ducha y empecé a prepararme para salir. Me arreglé lo más rápido que pude, me trepé a mi coche y llegué al motel justo a la hora que le había prometido a Gregorio por teléfono. No tendré varita mágica para aparecérmele, pero llego a la hora que digo, arregladita y con ganas de hacértela pasar de lujo.

Gregorio era muy alto y con la nariz delgada. Un hombre maduro, de ojos profundos, sonrisa cálida y modales muy agradables. Tiene un rostro como de Quijote sin barba ¿Me explico? Una cara alargada, filosa, soñadora. Me dijo que jugó baloncesto en su juventud y que le partieron la nariz durante un partido, por lo que tuvieron que operarlo y la nariz le quedó así, con una ligera curvatura, como si estuviera en rebeldía, escapándose de la simetría de su cara. Gregorio es divorciado y nunca tuvo hijos, así que el cariño familiar no es algo que abunde en su vida.

En fin, necesitaba algo de afecto. Cuando me quité los tacones, me sentí más chaparrita a su lado. Lucía elegante a pesar de su parquedad. Tenía la piel muy suave, color avena. Muy lentamente, lo ayudé a quitarse el cinturón, a desabrocharse el pantalón. Sus manotas apoyadas en mis hombros me recordaban lo enorme que era. Cuando le bajé el calzón y admiré aquella cosa enorme, me dijo:

—Jamás me he acostado con una… —Su garganta carraspeó.

—¿Profesional?—pregunté, tomando su pene flácido con ambas manos.

Se sonrojó tanto que pensé que iba a darle un soponcio ahí mismo.

—Calma —dije relamiéndome los labios—. Ya verás que vale la pena.

Lo jalé hacia mí sin quitar mi mirada de sus ojos profundos y empecé a chaquetearlo, sobándole la cabeza con una mano y recargándome en sus muslos con la otra. Su pene era un monstruo dormido que empezaba a despertar.

—¿Te gusta? —pregunté.

Respondió con un gemido afirmativo, echando la cabeza hacia atrás. Entonces le puse el condón con la boca, bajándoselo hasta la base, cubriéndolo con mis labios y mi lengua. Era poco lo que me cabía, así que me ayudé con una mano. Se dejó caer en la cama. Me puse encima, con las piernas abiertas y dándole la espalda. Él apoyó sus manos en mis nalgas y las empujó despacito hacia abajo, mientras yo dirigía su pene hacia mi abertura, clavándomelo a medida que mi cadera descendía. Tenerlo dentro se sentía divino. Estaba mojadita y temblando. Apoyé mis manos en sus tobillos y comencé a gemir de placer. Percibí su respiración entrecortada, como de ahogado. Apretó mi cadera con sus manos enormes, se hundió hasta el tuétano y se alzó, llevándome con él. Fue justo lo que necesitaba.

Un beso

Lulú Petite

 

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