Yo voy directo al gozo

Sexo 06/10/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 05:00
 

Querido diario: Qué flojera los clientes que confunden el negocio. No sé qué se traen los que creen que están jugando al Tinder conmigo. Creo que a estas alturas del partido mis intenciones están claramente delimitadas: Yo no busco romance, vendo mi cuerpo y parte de mi tiempo. Lo mío se trata de un negocio en el que rento horas, durante las cuales haremos el amor: Besos, sexo, caricias, confidencias, más sexo, más besos. Lo que quepa en 60 minutos.

Como el otro día que me habló un tal Juan. Una cita de negocio comienza por las preguntas habituales: ¿Cuánto cobro?, ¿qué incluye? y ¿dónde es la cita? Después de las respuestas, el cliente decide si nos vemos o no y nos ponemos de acuerdo. Juan, en cambio, después de escuchar mi información empezó a coquetearme. A escribirme, no llamarme por teléfono. Hasta el momento no uso WhatsApp, y no respondo mensajes de texto. No es por falta de ganas, sino de tiempo, pero Juan ponía caritas de tristeza porque no le respondí a mensajes del tipo que envías a una chava con quien quieres andar, a la que estás enamorando, no con una con quien puedes ser directo: Vamos al motel, cojamos y bye, bye. Tuve que bloquearlo. 

Casi una semana después recibí una llamada de él, desde otro teléfono. Tuve que explicarle que en este oficio hay que ir al grano. Es cuestión de principios básicos de los negocios. Si se sale de la conversación principal, pueden pasar dos cosas: 1. El cliente se fastidia y ya no quiere comprar. 2. El negociante se fastidia y ya no quiere vender. No le conviene porque le hace perder tiempo y dinero. La tercera opción: “que nos hagamos amigos porque la conversación mutua nos pareció maravillosa”, eso no pasa. No, al menos, sin conocer previamente al cliente.

Entonces, Juan se disgustó y trató de seguir alegando. Lo dejé a mitad de una frase y no supe más de él, sino hasta esta noche y por referencia (menos mal). Es que a veces esta ciudad tan grande me sorprende de lo pequeña que es, desde luego, las coincidencias puras no existen, más bien tiene que ver con moverse en un mismo círculo, al final en una tómbola, en algún momento todas las bolitas se topan.

Hoy vi a Jorge, un cliente a quien atiendo cada cierto tiempo desde hace dos años. Es alguien con quien no tengo mayores contratiempos. Me llama, cogemos, me paga y hasta luego. Creo que frecuenta a otras del gremio y sabe cómo tratar a una profesional, sin enredarse en tonterías.

Estábamos pasándola bien en el motel de siempre. Jorge es un general retirado y tiene una vitalidad de hombre de mundo que cualquier chamaco le envidiaría. Es todo un veterano, con cara de mandón y modales de caballero que sabe, además, usar la cama. Me lo estaba haciendo estilo perrito, como a él le fascina hacérmelo. Me agarraba los pezones mientras me penetraba con potencia y mis nalgas rebotaban en su abdomen haciendo un sonido atronador. La cama temblaba bajo mis rodillas. Arqueé la espalda y le pedí que no parara. Él alzó una pierna y apoyó su pie en el colchón.

Mis gemidos se ahogaron entre el algodón de la funda y el relleno. Entonces mi general se afincó más aguerrido y empezó a descalabrarme. Abrí más las piernas y mi vulva húmeda recibió su artillería pesada. Podía sentir algo bullir entre mis piernas, como un shock o un subidón de calor y energía orgásmica.

Él gruñía y gemía con la respiración a galope. Empujó un último tramo y se quedó así, como petrificado, inyectando y bombeando dentro de mí hasta que no restaba nada de él por sacar. Nos desplomamos al unísono sobre la sábana revuelta, empapados en sudor, y con nuestros respectivos corazones batiéndose en palpitaciones.

Al cabo de un rato fui al baño a asearme un poco. Quedaba media hora y seguramente Jorge querría un bis. Me eché agua en la cara, me miré al espejo y tomé la toalla para secarme cuando él empezó a hablarme desde la habitación. Oía su voz, pero no entendía lo que decía. Asomé la cabeza y lo vi haciéndole un nudito al condón.

—¿Cómo dices? —pregunté. —Que el otro día hablaste con un sobrino mío —repitió.

Resultó que el tal Juan, el cabrito desubicado, era un soldadito con linaje. Pensé que el tema completo podría ponerse incómodo, pero el general era paciente y comprensivo y, así como me conocía a mí, conocía a su sobrino. El tal Juan era una joya. Bruto, quisquilloso, difícil. Me explicó el general que él le había recomendado que me llamara. Le aseguró que la pasaría bien conmigo. Así hay algunos clientes, se recomiendan putas a sus sobrinos, hijos, hermanos, de lo más normal. Me enseñó una foto. Era un muchacho guapo, muy parecido a Jorge, con un par de décadas menos.

—¿Le darías una segunda oportunidad? —preguntó. —No, mejor a ti te doy una segunda vuelta. Me gustas más —Le dije sonriendo. Y era cierto. Si algo es atractivo en un hombre, es que sepa dónde está parado (o acostado, o de perrito).

Me extendió su mano. Caminé hacia él y me senté en sus piernas. Me examinó con ojos deseosos y se relamió los labios. Sabe lo que me gusta y cómo me gusta. Una cosa llevó a la otra y, sin que nos sonaran la campana, ya estábamos en el segundo round. Al final le dije que sí y desbloqueé el número de su sobrino.

Hasta el martes, Lulú Petite

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