Ya lo peor pasó Por Lulú Petite

06/08/2015 03:00 Lulú Petite Actualizada 09:13
 

QUERIDO DIARIO: Hace unos días me llamó Matías, un buen cliente al que he estado atendiendo desde hace años, pero de quien llevaba tiempo sin saber. De hecho, el número que se mostró en la pantalla de mi celular no sólo era distinto, sino que además tenía un código de otra ciudad. Respondí por si era algún viajero con ganas de un ratito de amor. No obstante, me fue bastante fácil reconocer a Matías por su tono de voz, que es grave y profunda, como si tuviera en el diafragma un garrafón vacío. Tiene una voz muy varonil y como de persona mayor, tipo Enrique Lizalde o Enrique Rocha, a pesar de que tendrá, exagerando, cinco añitos más que yo. Me dijo que estaba de paso por el DF, pues ha estado trabajando entre Tabasco y Campeche, y que pasaría una temporada con algunos familiares.

 —Necesito cariño, Lulú —pronunció al otro lado de la línea—. Estoy de vacaciones, pero apaleado y sin reposo.

 Resulta que, además de estar casi hasta el cuello en sus negocios, durante todo este tiempo el muy bribón ha arreglado su agenda para hacerse aficionado a los deportes extremos con motos.

 En calzoncillos, con los pies cruzados sobre la cama, me contó que la semana pasada, en Villahermosa, se cayó aparatosamente intentando hacer alguna pirueta. Su hombro se dislocó y su espalda sufrió una especie de distensión en la zona media. Yo, detrás de él rodeándolo con las piernas, pasé las manos por las marcas color púrpura y por sus músculos endurecidos.

 —¿Te duele? —le pregunté, estampando mis labios en su omoplato izquierdo.

 —Nah, ya lo peor pasó.

 —¿Y no hay problema con que andes cogiendo así de magullado? —le pregunté.

 Siempre me gustó de Matías su rapidez para responder con astucia y justificar todo.

 —Cualquier cosa que me libere de tensión y que me relaje es buena —contestó.

 Típico de Matías, restándole importancia a las cosas y dándoselas de machito. Supongo que hay que ser un poco así si practicas estas actividades. Sin miedo a nada.

 Le pasé la mano por el cabello de la nuca y me dediqué a besarlo en el cuello y a sobarle la espalda y los hombros. Con mis pies acaricié su miembro, que se elevaba y endurecía como grúa hidráulica.

 —Déjame ayudarte con esa tensión —dije a su oído.

 Se acostó boca arriba, con los brazos extendidos.

 —Cierra los ojos y déjate llevar —le dije bajito, con un tono apacible.

 Tomé del lavabo la botellita de crema. Me apliqué un tantito en la mano y comencé a masturbarlo. Su pene se puso más tieso. Él sonreía y hacía ruiditos de placer.

 —Respira lentamente —dije —toma aire y suéltalo.

 Él obedecía y me permitía hacerle de todo. Peiné su cabello rizado y largo con mis dedos, masajeando su cuero cabelludo. Estrujé con suavidad sus orejas. Lamí sus labios, sus pectorales, su estómago. Luego le puse el condón con la boca. Me monté encima de él con sumo cuidado, como una vaquera invertida, y me ensarté yo misma en su miembro, sentándome poco a poco y empujando hacia abajo mi cadera. Comencé a moverme de arriba a abajo, apoyada en sus rodillas. Procedí entonces, mientras me penetraba, a desanudar la tensión de sus muslos. Mi cabello se escurría entre mis senos. Matías decía “qué rico, no pares”. Los dedos de sus pies se retorcían. También los sobé con delicadeza, procurando que se mantuviera relajado, sin tensiones. Mis nalgas rebotaban en su abdomen duro.

 —Sigue, no pares —dijo.

 Me erguí un poco y me llevé las manos entre las piernas. Sus testículos estaban hinchados y cálidos. Los sostuve con ternura y empecé a estimularlos con mis dedos. Matías comenzó a gritar entonces.

 —Sí, sí, así, oh, sí, sí, sí, qué rico.

 Aumenté la velocidad de mis movimientos de cadera y empujé con potencia, hasta el fondo, como si quisiera hundirlo en el colchón, cuando me agarró muy fuerte por la cintura y me jaló hacia él gimiendo y gritando de éxtasis.

 —Ooooh, oooooh —gritó cuando eyaculó. Luego soltó una hermosa carcajada. La carcajada placentera y liberadora de alguien que ya no está tenso. Como cuando estamos demasiado incómodos para reír, a pesar de las ganas que tenemos de hacerlo.

 Me levanté y vi todo el líquido que había en la punta del preservativo. Era impresionante.

 —¿Te gustó? —le pregunté al quitárselo.

 —Uf, me encantó —dijo —soy un hombre nuevo.

 Minutos después, al salir de la regadera, miré en el espejo las marcas de sus dedos en mi piel.

 —¿Te apreté muy duro? ¿Te hice daño? —me preguntó estirándose, de buen humor, despojado de toda tensión en su cuerpo y con un nuevo ánimo despejado y sin tensiones.

 —Nah —respondí yo jugando con su frase de hacía un rato—. Ya lo peor pasó. Además, se siente muy rico, como un masaje profundo.

 Así son los gajes de este oficio.

 

 

Un beso

Lulú Petite

 

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