'Cómo gime', el relato de Lulú Petite

(Foto: Archivo El Gráfico)

ZONA G 05/11/2015 04:30 Lulú Petite Actualizada 19:36
 

Querido diario: En los tiempos del Hada, cuando estábamos en la salita de estar, esperando la llegada de nuestra adorable clientela, solíamos platicar de todo. Ya sabes, cuando un grupo de mujeres (o de hombres) se reúne no hay tema ni teoría que no pueda ser parte de la conversación. Uno de nuestros temas favoritos, desde luego, era hablar de los hombres que nos gustan, no sólo de clientes, sino de hombres en general. Quizá todas podíamos coincidir en que Brad Pitt es precioso, pero a veces, había acaloradas discusiones cuando una decía que alguien estaba guapo y a otra no le parecía.

Con los guapos obvios había unanimidad, pero cuando entraba a la conversación uno de esos que “es cuestión de gustos”, la cosa se ponía dudosa. Se volvía un asunto más que ideológico, de principios, como ver discutir a un miembro de la porra del América con uno de la porra de las Chivas o un debate de Fernández Noroña con… bueno, con cualquiera que debata.

Tenía una amiga, Luciana, colega en este oficio, que tenía una teoría interesante: Cuando no coincidimos en alguno y, por ejemplo, alguien insistía en que determinado hombre sí es guapo y a ella no le parecía, proponía hacer la prueba del gemido. Pongamos que alguna decía que Porfirio Díaz le parecía guapo (para no balconear a nadie real), entonces discutíamos, que si la presencia, que si el porte, que si lo viejito o los bigotes. Una lista de pros y contras, entonces Luciana decía su prueba de fuego:

—Imagínalo gimiendo —decía.

Es infalible y confirma los mitos. Esto incluso se puede aplicar para hacer más apetecible a alguien que te llama la atención.

Eso justamente me pasó hace poco con un cliente nuevo. Lo primero que escuché fue su voz. Un tono de locutor de esas estaciones donde entre canción y canción  dicen un poema de los que, aunque sean cursis, te humedecen los calzoncitos nomás de escuchar el timbre de voz con el que lo están leyendo. Un vozarrón de esos que te hacen vibrar los tímpanos desde el oído hasta la entrepierna. Luego, en la habitación, ¡sorpresa! Un cuarentón de casi dos metros y un rostro salido del Hollywood de los 50. Nomás le faltaba un trago de coñac y que todo a su alrededor fuera en blanco y negro. Un hombre de impecable traje gris, perfectamente peinado, afeitado al ras y con la piel exquisitamente masculina y un aroma delicioso. Me sonrió casi paternalmente cuando me invitó a pasar a su cuarto.

Se quitó el saco y lo colocó sobre el respaldo de la silla. Luego comenzó a desabotonarse las mangas de la camisa. Me sonreía en todo momento y bastó con un gesto de su mentón para indicarme que me desnudara.

—Pantoja. Doménico Pantoja —me dijo como si estuviera presentándose James Bond, me dio risa que fuera tan mamón, así que lo miré a los ojos y respondí, también como si me hubieran sacado de una película de espías británicos:

—Petite. Lulú Petite.

Se rió de mi ocurrencia. Entonces decidí, faltaba más, imaginarlo gimiendo. Creo que me sonrojé porque él también lo hizo.

—Llevo tiempo leyendo tu columna. Me gustan los libros y leo muchas cosas, pero me llamó la atención lo que escribes.

Un lector. Un ratón de los libros. Pero en la cama resultó que era un verdadero titán. Me hacía rodar de aquí para allá y no se detenía ni un segundo para tomar aire. Incluso, en algún momento estiró la mano y agarró una botellita de agua que estaba en la mesita de noche y se la bebió sin detenerse.

—Ay, disculpa, ¿querías?

Yo estaba fascinada. Una gota cristalina se escurrió desde su boca hasta el filo de su quijada. Se suspendió ahí por unos instantes y cayó en mi mejilla como una bendición o como el preámbulo de un aguacero de esos tempestuosos.

Tocaba su pecho y abdomen y él me decía cosas al oído. Entonces, apreté las piernas y él gimió. No puedo ni siquiera explicar la naturaleza de ese sonido. Fue como una melodía celestial inyectando mis oídos. Lo enrollé con mis piernas y él acarició mis senos, mordisqueando mi cuello y oliendo mi cabello. Luego metió dos dedos en mi boca. Los chupé con ansias, apreciando su sabor.

De pronto alzó su pecho y me agarró con fuerza. Sin salirse de mí, me hizo ubicarme en horizontal sobre la cama. Él estaba de pie pero yo permanecía acostada. Podía verlo en pleno, su pecho esbelto, las venas de sus brazos. Entonces comenzó a tocar mi clítoris, con pericia. Dio en la clave. Quien ahora gemía era yo. Y pasó lo más extraño:

—Moría de ganas de oírte gemir —me dijo entonces casi al oído, con su voz seductora.

—¿Cómo? —gemí tratando de hablar.

—Siempre quise hacerte gemir. Desde que la primera vez que te leí, quise hacerte gemir en mis brazos. 

Siempre que veo a una mujer hermosa, la imagino gimiendo y, entonces, no puedo sacármela de la cabeza.

—¿De veras? —susurré.

—Eso lo aprendí hace algún tiempo, de una colega tuya —me dijo entonces.

—¿Luciana? —respondí.

—¿Cómo sabes? —dijo sorprendido.

—Ya ves, chico que es el mundo.

Seguí gimiendo. Y mucho. Él también. Con éxtasis y satisfacción. Digamos que fue un festival de gemidos. Es curioso cómo a veces el mundo, siendo tan grande, acaba pareciendo tan chiquito.

Un beso (con gemido)

Lulú Petite

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