La risa del placer

Sexo 05/06/2018 05:18 Lulú Petite Actualizada 10:09
 

Querido diario: Martín se abalanzó sobre mí y aterrizamos en la cama. Tenía tantas ganas de verlo. Siempre me la paso bien con él. Le gusta jugar, me hace reír y coge delicioso. Camino al motel iba saboreándomelo. Pensaba en sus labios, en la forma en que me besa, en su miembro duro y perfecto, que unos minutos más tarde estaría haciendo travesuras en mis entrañas.

De pronto estábamos restregándonos y acariciándonos, comiéndonos a besos y desvistiéndonos como si le quitáramos la envoltura a una caja de bombones.

Sus manos fueron describiendo ágilmente una ruta sobre mi piel. Primero mis tobillos, que acarició con delicadeza; luego mis pantorrillas y mis muslos, hasta seguir más arriba, por mis caderas, mi cintura, mis pechos cada vez más dispuestos para sus besos, la caricia inminente de sus labios tersos y sus bigotes picositos que me hacían cosquillas.

Acaricié su cabellera rizada y espesa, hundiendo mis dedos en sus hebras gruesas que olían a champú de menta o algo así. Puse mis labios sobre los suyos y jugué con mi lengua en la suya. Nuestras bocas húmedas y lujuriosas se empalmaron un buen rato, mordisqueándose mutuamente, jugueteando con las ganas que iban provocándose.

Dimos vueltas por la cama, estrujándonos con pasión, sintiéndonos, como un par de animales en celo, y entrelazando nuestras piernas como si quisiéramos enredarnos y no volver a separarnos.

Palpé su pene erguido, pujando bajo la tela de su bóxer. Sentí el pulso duro de su largo y ancho, la textura de su forma y el calor corriendo por sus venas.

—Vaya vaya… —dije sonriendo, bajito en su oído.

Martín alzó su torso, se quitó el bóxer y acto seguido me despojó del brasier y del calzón.

—¿Cómo me quieres? —le pregunté con una mirada lasciva, mordiéndome los labios.

—En cuatro —susurró con el deseo entre los dientes.

Obedecí con gusto y le ofrecí mi retaguardia. Me apoyé con los codos sobre la cama, abrí las piernas y alcé las nalgas. Aún alcancé a mirar sobre mi hombro cuando se colocó el condón, el rostro rojo de ganas, y me perforó empinando su miembro entre mis piernas, que temblaron al sentir la estocada de placer.

Apreté la sábana con los puños y ahogué mis gemidos en la almohada y me dejé hacer lo que le viniera en gana.

Martín me atenazó por la cintura y proyectó su cadera una y otra vez, haciéndome tambalear con cada movimiento. Mis tetas brincaban, mi cabello se despeinaba, mis nalgas rebotaban en su ingle y mi respiración se agitaba cada vez más, a medida que las sensaciones se intensificaban. En eso comencé a tocarme el clítoris. Un torrente húmedo y caliente me recorrió todo el cuerpo.

—Así, por favor, más duro… —alcancé a exhalar, en trance y como poseída.

Martín se movía vertiginosamente, clavándome su herramienta. Su respiración de búfalo sobre mi nuca era un motivo más para seguir aumentando la magnitud. Empujé hacia atrás, meneando mi cadera para encajarme la pieza de Martín, para ensartarme yo también sin dejar de moverme.

Mis gemidos se transformaron en gruñidos. Enfierrada y a punto, seguí tocándome, mientras Martín, quien ahora me tomaba los senos y se esforzaba por seguir el paso trepidante de su cadera, comenzaba a tensarse. Sus músculos, su respiración y todo su ser parecieron congelarse en un plácido momento. 

Un par de segundos en los que ahogó sus gemidos, apretó el rostro y disparó un chorro de leche dentro de mí.

Como recién salido de un sauna, se despegó de mí y se desplomó boca arriba sobre la cama, sonreído y satisfecho. Yo me acomodé usando de almohada uno de sus brazos. 

Entonces no sé por qué comencé a reírme. No hubo chistes, no hubo ni un gesto de su parte. Simplemente me ganó esa felicidad del orgasmo, capaz de repeler la rabia, la tristeza y otro montón de cosas malas. Además, con una sensación tan rica recorriendo el cuerpo, ¿qué otra cosa se puede hacer si no es reír de placer?

Hasta el jueves, 

Lulú Petite

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