'Quién lo diría', el relato de Lulú Petite

03/11/2015 03:00 Lulú Petite Actualizada 10:10
 

Querido diario: —Me gusta ésto —dice, y me derrito por su vozarrón radioactivo. A mí también me gusta, pero no quiero usar palabras. Prefiero demostrarlo. Me muerdo el labio inferior y se lo digo todo con la mirada.

Él acaricia la curvatura de mis pantorrillas, el vértice de mis rodillas, el nodo de mis tobillos, mis talones, mis empeines. Sus caricias culminan con broche de oro en las puntas de mis dedos, que presiona suavemente. Se siente tan rico, tan condenadamente rico que me desvanezco y me rindo. Dejo caer mi cuerpo entero y él se aproxima.

Presiona su pelvis contra la mía. Está durito. Su pieza viril puedo sentirla, se erige como una torre. Se mece hacia delante, lentamente. Luego en reversa. Una vez, dos veces, tres veces. La fricción de la ropa genera calor, olas de millones de iones cargadas con partículas de nuestros cuerpos, cargados de estática y de ganas de entrar en materia. Lo tomo del cuello y gimo bajito en su oreja. Lo siento erizarse.

—Qué rico hueles —dice. Su aliento fresco y cálido se estrella contra mi cuello. Un baño de escalofríos se apodera de mis sentidos.

Su piel es una retina de aromas. Perfume y cigarrillo en dosis adecuadas. Esporas varoniles que exuda su cuerpo, su contextura. Estoy lista y él lo sabe.

Me quito la última prenda de ropa que me queda y lo invito a que me redescubra.

No tropieza. Su paso es seguro, decidido. No hace falta tener un miembro inmenso para complacer a una mujer. El grosor está subestimado. Todo lo que se necesita es motivación, creatividad y despojarse de los prejuicios. Cuando está dentro de mí, me dejo llevar y él también. Él cierra los ojos y yo también. Él gime, yo también. Estamos acoplados, moviéndonos al mismo ritmo. Sus manos hurgan mi cuerpo con ternura y violencia al mismo tiempo. Es una sensación divinamente rara. Me incita. Sus dedos están calientes, pulsan mi carne, tanteando en cada pálpito. Sus deseos se sublevan y me mordisquea los senos. Mis pezones estallan de placer en la punta de su lengua, que los bordea haciéndome cosquillitas. Luego se concentra en besarme. Ni siquiera remueve mi cabello, que cubre nuestras caras. Estampa su boca contra la mía a través de una ventana de hebras.

Alzo la cadera para que entre con más comodidad. Él aprieta el trote y se afinca con los pies en el colchón. Su pene serpentea entre las paredes de mi vagina. Me encantan los hombres que profundizan. Lo hace bien, me gusta.

Me aferra la cintura con el poderoso agarre de sus manos y empuja con fuerza, repitiendo los embates. Los goznes de la cama rechinan, la madera hace cuic, cuic, cuic y la cabecera choca contra la pared.

Estamos empapados en sudor, mezclándonos en cuerpo, alma y fluidos. Su mentón adquiere un saborcito salado cuando lo chupo y me relamo el paladar. Ya nada es rígido. Todas nuestras partes son flexibles en función de los movimientos del otro. Mis dedos se pierden entre los suyos. Entonces, lo jalo hacia mí y me coloco encima. Mis rodillas queman la sábana. Me muevo como una batidora de pintura, estremeciéndolo en su eje, disfrutando de su envergadura.

Planto los pies en el colchón, pongo las nalgas en alto, apoyo la cabeza en su pecho y veo cómo su pala entra en mí desde la cabeza hasta la base, hasta donde terminó de desenrollarse el condón. Es una visión interesante. Una imagen clara de la perforación, de lo que entra y sale en el cuerpo de una mujer.

—Más rápido —pide él.

Yo concedo este y todos sus deseos. Es un cliente serio, responsable, dulce y sexy. Se lo merece. Se merece un buen orgasmo en mis manos o, bueno, en mi cuerpo. Me esfuerzo por hacerlo venir.

—Ponte de pie.

Me pongo de pie sobre la cama y me apoyo en el tope.

—Inclínate.

Me inclino, arqueo la espalda y levanto los glúteos. 

Entonces, retoma la jornada y me hace saber de qué está hecho. Su abdomen es duro y lo siento colisionar en toda mi estructura. Mis huesos vibran con sus arremetidas. Estoy de puntillas, como si tratara de alcanzar un punto en la pared, el techo o quién sabe. Estoy perdida en pensamientos y excitación. Me besa desde atrás. Su boca es un respiro vital porque estoy a punto de desfallecer. Intento con toda mi fuerza agarrarme a la pared.

—Dime que lo quieres —dice.

Es hora de verbalizar. Las palabras ayudan a poner en contexto el clímax.

—Lo quiero.

—Más alto —dice.

—Lo quiero.

—¡De nuevo!

—¡Lo quiero!

—Pídemelo, Lulú.

—Dámelo.

Luego siento el cálido y espeso rocío de su líquido llenar el preservativo. Una buena cantidad sale disparada. Él está vacío, sosteniendo su pene con una mano y una de mis nalgas con la otra. Aún goteando, me desplomo sobre la cama. Él me sigue y quedamos boca arriba, mirando el techo con la respiración agitada.

—Gracias —dice.

—Siempre a la orden.

Su pecho, tapizado de canas, brinca agitado. Palpita a toda velocidad. ¿Cuántos años me dijo que tenía? ¿Setenta? ¿Quién lo diría?

Un beso

Lulú Petite

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