“Frente a él”, por Lulú Petite

03/03/2015 03:00 Actualizada 09:00
 

Querido diario:  No le pregunté la edad, pero calculo que Armando tiene unos 45 años. Es alto, delgado, de manos largas y huesudas, espalda ancha, ojos pequeños y expresivos, con unas atractivas pupilas de color verde espinaca.

Olía delicioso y vestía traje negro, corbata roja, camisa blanca. Zapatos bien lustrados y una espléndida sonrisa. Me saludó extendiendo su mano derecha y dándome un beso en la mejilla. Muchos clientes son voraces: En cuanto entro a la habitación, sin más protocolos, quieren apañar nalga, apretar chichi y colgarse a mis labios en besos más bien apasionados. ¡A lo que te truje, Chencha! Ni siquiera una breve conversación para romper el hielo, para no dejar el asunto en una mera operación mercantil. Armando, en cambio,  parecía no llevar prisa.

El motel donde nos vimos, en Viaducto, tiene habitaciones  con cama king size, pantalla de 60 pulgadas, ‘blu-ray’,  sonido, una ducha de presión con una regadera en el techo y tres en la pared, además de una salita de piel negra con dos sillones; uno enfrente del otro y una mesita entre ellos. 

Después de invitarme a pasar y entregarme el pago del servicio, se sentó en un sillón de la salita y me pidió hacer lo mismo en el de enfrente. —No quiero tener sexo —dijo terminante para comenzar la conversación. Era una declaración interesante y respetable, después de todo yo cobro por hora de compañía, lo que hagamos durante ese tiempo no es cosa mía, pero la afirmación era al mismo tiempo tan clara y tan imprecisa que, sin decir pío, lo dejé especificar.

—Sólo quiero masturbarme frente a ti y que tú te masturbes frente a mí. Sin tocarnos, sólo quiero ver. Estuvimos conversando un rato antes de comenzar con lo que Armando traía en mente. Todo el tiempo, él en su sillón y yo en el mío.

—Desnúdate despacio, me ordenó de pronto. Era un tono caballeroso,  pero enérgico que, de algún modo, me calentó la sangre. No me gustan los hombres groseros. Si un cliente se pone impertinente lo mando al cuerno, pero cuando es así, parte del juego sexual, un poco de carácter, me puede poner muy caliente.

De todos modos no obedecí. Vi que parte del juego era retarlo, hacer que las cosas salieran bien, pero no exactamente como él las quería. Me quedé en el sillón, mirándolo fijamente y con más descaro que sensualidad comencé a levantarme el vestido para mostrarle las piernitas desnudas y abiertas, dejaba ver mi lencería azul oscuro.

Sin dejar de mirarlo como si fuera la parte más importante del juego, comencé a tocar mi pubis. Me acariciaba lentamente, pasando mis dedos con suavidad sobre mi sexo y entreabriendo los labios para dejar escapar algunos gemidos; entonces eché la cabeza para atrás y cerré los ojos, metiendo un dedo bajo la lencería y acariciando  la piel de mi sexo.

Cuando escuché un gemido suyo, me detuve. Abrí los ojos y lo observé: Él, por encima de su pantalón, estaba acariciando una considerable erección. No podía decir cuánto medía, pero el bulto bajo el pantalón parecía imponente. Mojé mis labios con mi lengua, más en una actitud de reto que de seducción, como si lo que vi me hubiera abierto el apetito.

De cualquier forma, no dejé de mirarlo y comencé a acariciarme nuevamente a través de mi ropa.   El juego verdaderamente me estaba prendiendo y mis suspiros, en principio simulados, eran ya legítimos gemidos del placer que mis dedos y la mirada del inquisidor me estaban provocando.

También él. Sus gemidos comenzaban a ser más francos y ruidosos. Yo le clavaba las pupilas con una intención casi hipnótica, mientras mis manos jugaban en mi vagina.

Entonces, me saqué el vestido con un par de movimientos y empecé a tocar mis pechos, liberé el sostén y cuando cayó sobre mis rodillas, empecé a jugar con mis pezones a apretarlos fuertemente, después bajé   una mano a mi vagina y estuve acariciándola por un rato, sin dejar de atender mis senos con la otra.

Después me llevé a la boca un dedo de la mano con la que acariciaba mis senos y lo introduje con brusquedad a mi vagina, mordí mis labios y, entre gemidos, comencé a masturbarme con vehemencia,  poseída por la lujuria.

Él hacía lo propio, con su camisa y pantalón desabrochados, jalaba su hombría que, ya fuera de la ropa, seguía viéndose enorme y deliciosa. Saber que allí estaba, pero no me la iba a meter, tal vez me excitó más. De pronto, un chorro de semen tibio salió disparado y dio contra el respaldo de mi sillón, por poco me da a mí. Casi de inmediato yo también alcancé el orgasmo. Uno tan sabroso y completo que me dejó con las piernas temblorosas.

Así es el sexo. No todo es mete y saca, a veces, con salir de la rutina puedes vivir experiencias formidables. A mí me encantó masturbarme frente a él.

Hasta el jueves

Lulú Petite 

 

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