Hay que darnos

Sexo 03/01/2017 05:00 Lulú Petite Actualizada 10:32
 

Querido diario: 2017 comenzó bien. Las llamadas no pararon. Algunas para agendar servicios, otras para hacerme llegar buenos deseos por el año que comienza. Es bueno saber que tengo clientes y amigos tan amorosos. Uno de ellos es Tomás. Mi cliente desde marzo del año pasado. 

Cuando lo conocí, estaba atravesando por una mala racha, tenía roto el corazón. Tan roto que, a penas en nuestra segunda cita me diría, a tono de broma pero hablando en serio, que había llegado a sentirse tan deprimido que, en más de una ocasión, pasó por su tatema la idea de acabar con su existencia. Dice que no lo hizo porque nunca supo cómo. No iba a pegarse un tiro ni aventarse a las vías del tren, así que respiraba hondo y seguía rumiando sus tristezas.

Tomás es comerciante. Tiene un negocio que, a pesar de los sobresaltos de la economía mexicana, va viento en popa. Hace unos meses trabajó con él una chica de cabello negro, con rizos apretados y una mirada de miel que le ponía de atole las piernas y le hacía hervir la sangre de deseo. Sin complicar más el cuento, la chava nunca le prestó atención. Se hicieron amigos, pero no logró que cuajara ni siquiera un mísero besito. Un día la chava renunció y se fue sin dejar ni rastro. Como llegó, desapareció. Llevándose con ella la calma y felicidad del buen Tomás. Se había hecho muchas ilusiones.

Entonces vino la depresión y las ganas de acabar con todo. El amor es así. A veces te toma de cabo a rabo. Te aferras a un amor cómo si de él dependiera tu capacidad de respirar, el pulso en tus venas, tu sonrisa. En esa etapa nos conocimos. Las terapias de sexo y las conversaciones tuvieron buen efecto. Salió poco a poco de la depresión suicida y después de mascarlo por varias semanas, pasó a la depresión activa. Decidió buscar a la chica.

Dejé de verlo. Pasaron como tres meses y no supe nada de él. Hasta hace unos días. Estaba más delgado, mejor portado y con un nuevo corte de cabello. Si venía a mí es porque no había dado con la chava. Pero, al menos sí encontró la calma. Buscó atención profesional y comenzó un tratamiento. Las cosas mejoraron poco a poco. Un día despertó y se dio cuenta de que ya no estaba triste. A la chica de los ojos color miel y el cabello inolvidable ya no la necesitaba, los pulmones se oxigenaban bien sin ella, el corazón latía y el cerebro ya no estaba empecinado con pensarla. Tenía ganas de coger y decidió llamarme.

Tomás, galante y enamoradizo, también sabe ser animalmente sensual y desinhibido. Me tomó por la cintura y me atrajo hacia sí. Noté el aroma de su loción para afeitar, la tersura de su piel, los pelitos de su cuello erizándose cuando sintió mi respiración sobre su oreja. Le besé el lóbulo, se lo lamí y se lo rechupé como si fuera el manjar más divino de este planeta. Sus dedos se encajaron en mi piel y de pronto me arrimó su ingle. Sentí el portento, duro y entusiasmado. Pujaba entre mis piernas, tanteando, incitando, provocando.

—¿Me deseas? —le pregunté con placer.

Hubo respuesta  en acción.

Me llevó a la cama y me quitó el sostén de un zarpazo. Su lengua estimuló mis pezones de tal manera, que mi entrepierna comenzó a ponerse mojadita, deseosa, ansiosa. Enterré mis dedos en su cabello negro y dirigí su cabeza por mi cuerpo, indicándole por dónde besarme y lamerme. Me dio unos mordisquitos muy ricos en la curvatura de mis caderas y empezó a bajar y a bajar, hasta dejarme indefensa y a merced de sus caricias. Abrí las piernas y apoyé los talones en sus hombros. Sentí la humedad de su boca, su experticia oral. Me mordí el brazo para no gritar y cerré los ojos para concentrarme lo más que podía en el sentido del tacto.

—Estoy lista —dije gimiendo en el borde del clímax.

Tomás se incorporó como fiera, se colocó el condón en un santiamén y me penetró sin dilatar más el momento. Todo pasó como en un torbellino de emociones. Rodamos por la cama comiéndonos a besos. Sus caricias me recorrían, derrapando una sensación de calor sobrecogedora. Sentía mi vagina palpitar, como si invitara a su pene a perforarme. Como de algo que se entierra en lo más profundo del cuerpo, algo que irradia una electricidad muy rica. Tomás se apretó a mi pecho. Sus pies se entrelazaron con los míos. Empujamos al mismo tiempo, una y otra vez, bregando y dándonos mucho placer. De repente su cuerpo se paralizó, tembló y se volvió a paralizar. Él exhaló. Sentí su pene bombear dentro de mí, moverse con espasmos. Me mordí los labios y enterré mis uñas en su espalda. Una vez que Tomás se vació, volvió a un estado de relajación, de calma, de satisfacción.

Él sabe que yo escribo estas cosas. Las lee. Me pidió que escribiera a quienes por amor, o por cualquier otra causa han llegado a un punto de desesperación que los lleva a querer acabar con todo. Me pidió que les dijera que siempre hay sonrisas después de las sombras. Que en la vida hay que darnos gusto, hay que darnos tiempo, hay que darnos chance, lo único que no podemos darnos, es por vencidos.

Un beso,

Lulú Petite

 

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