Seguir durmiendo

01/04/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 08:42
 

Querido diario: 

—Por favor, le pido,  métela despacio.

Tengo la mejilla apoyada en mis manos, los ojos cerrados y estoy recostada boca abajo. Aprieto los labios cuando siento su miembro abrirse paso entre mis muslos. Siento mi sexo rendirse a su penetración, ceder poco a poco para recibirlo. Me duele. Su pene es grande y estoy cansada, así no puedo lubricar. Siento una punzada cuando entra. Él empuja su cuerpo un poco más fuerte y se clava hasta el fondo. Es brusco. Me duele tanto que muerdo el dorso de mi mano para callar un grito.

—Por favor, despacio, repito, mordiéndome los labios para no decirle que no sea bestia, que si no va a aprender a coger, al menos debería tratar de no hacer daño.

—Despacio, repito como un lamento, y él se mueve lentamente, haciéndome recordar que no es cosa de velocidad, sino de paciencia. Que cuando lo pides despacio no es que quieras te la dejen ir en cámara lenta, sino poco a poco, esperando a que lubrique.

Respiro profundo, cierro los ojos y, al ritmo del movimiento de su cuerpo sobre el mío, mi sexo comienza a humedecerse y el dolor inicial cede, desvaneciéndose poco a poco.

Me da un beso en la espalda. Un beso brusco. Me sigue penetrando, boca abajo, con la cara contra el colchón, las manos de ese hombre en mi espalda y él, de rodillas sobre la cama, con su miembro dentro de mí se mueve frenéticamente. Levanto la cara y miro al espejo, allí estamos los dos. 

No sé quién es. Quería celebrar y vino a casa de El Hada para coger con sus chamacas. Llegó medio borracho, tendrá unos 50 años, espalda ancha, vientre prominente, cabello grisáceo en estómago, pecho, espalda, brazos, en todos lados. El sudor le brilla en la frente.

También yo me veo en el espejo. Tumbada, con mis senos aprisionados contra el colchón y rendida ante la penetración ruda de aquel hombre. Era media madrugada; cuando llegó yo estaba dormida, pero era la única chica en la agencia. El Hada me despertó, retoqué mi maquillaje y lo pasé a una habitación. Había sido un día pesado y estaba cansada, tenía mucho sueño como para atender a alguien, pero El Hada fue siempre muy complaciente con sus clientes y, estando yo allí, no podía negarme a dar el servicio.

Cierro los ojos y pongo la cara contra el colchón. Siento sus manos pesadas sobre la espalda y su miembro penetrándome, chocando contra mi cuerpo, moviéndose en mis entrañas.

Escucho sus bramidos, el sudor de sus piernas me moja los muslos y las nalgas. Se mueve más rápido, un grito anuncia que está por desahogarse, me la clava a fondo y se deja caer sobre mí. Siento cómo se vacía en el condón mientras su peso muerto sobre mi espalda me hace difícil respirar. Se queda sobre mí unos segundos, entonces se levanta, tira el condón al piso y, sin decir palabra, comienza a vestirse.

Yo tampoco digo nada. ¿Qué puedo decir? Me quedo recostada, boca abajo, apretando las sábanas, urgida de darme una ducha. Igual me quedo quieta, como queriendo evitar la obviedad de que estaba yo allí, recién cogida, desnuda, arrollada, sudada, desarmada y adolorida. Prefiero intentar pasar desapercibida, mimetizarme con la habitación, como si fuera parte de la decoración.

—Gracias, dice él antes de salir de la habitación apresurado.

No es raro que se porten así después del coito. Es por culpa. Hombres casados, padres de familia que, en una borrachera les gana la calentura y caen en la tentación de visitar algún congal, sacarse al chamucho y hacer la travesura, pero apenas eyaculan, el placer se transforma en una insoportable carga de conciencia y lo único que quieren es huir, dejar la escena del crimen, perdonarse.

Me quedo en la cama unos segundos más después de que cierra la puerta. El Hada toca para preguntar si todo está en orden, le respondo que sí levantándome de la cama; ella se va, seguramente a cobrarle al cliente. Tomo una toalla y me meto a la ducha.

Falta mucho para llegar al día de hoy. Es el tiempo en que estoy trabajando para El Hada, antes de las vacas gordas, cuando para trabajar había que hacer base en la agencia y esperar a que llegara la clientela a cualquier hora para que, quien estuviera disponible, lo atendiera. Después vendrían las fiestas, la cuesta arriba, el internet, el blog, la universidad, todo. Pero esa madrugada, en la regadera, no lo sé todavía, ni sé si guardaré ese recuerdo para el día que me pidan escribir sobre el lado oscuro del oficio.

Estoy enojada y siento ganas de llorar. No es por el sexo sin amor, a ése estoy acostumbrada. No es por el sexo sin ganas, ni por lo rudo o lo doloroso, no, estoy enojada porque, aunque El Hada no lo sabía, ese día me habían roto el corazón y habría preferido seguir durmiendo.

Un beso. Lulú Petite 

 

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