Cambio de vida

27/09/2014 04:00 Yudi Kravzov Actualizada 01:43
 
MAURICIO
 
—No soporto la clase de cálculo—, le dije a Victoria, la chava de grandes senos se sentaba junto a mí.
 
—Yo también la detesto—, contestó ella; no lo pensamos dos veces y sin decir palabra ambos salimos del salón sin pedir permiso.
 
Era la última clase del día. Le ofrecí a Victoria llevarla a su casa, y media hora después entre plática y plática llegamos a su colonia, nos estacionamos cerca de una tienda y compré unas cervezas y unos cigarros. En cuanto me subí al coche, se soltó un aguacero espantoso. Victoria y yo nos quedamos encerrados en mi coche, filosofando, fumando, asegurando que la vida no termina nunca, que el tiempo no existe y que las oportunidades no se repiten.
 
No sé en qué momento cambió el tono de nuestra conversación, ni cómo fue que se dieron las cosas, pero ni Victoria ni yo hubiéramos imaginado que aquella tarde, mientras escuchábamos cómo la lluvia golpeaba las ventanas, íbamos a hacer el amor con tanto desenfreno. Antes de ese momento, no había pensado ni siquiera en besarla.
 
Aprovechando que estábamos protegidos por el vapor que generaba el calor de nuestros cuerpos y que no había nadie en la calle porque la tormenta no paraba, echamos el asiento para atrás y, totalmente desnudos, conocí los sabores escondidos del cuerpo de Victoria. Esa misma tarde, ella perdió su virginidad y, sin siquiera sospecharlo, procreamos un hijo.
 
Intente huir de mi responsabilidad; varias veces dije que ese niño no era mío. En cierto momento, intenté convencerla de que terminara con esa pesadilla, que yo correría con los gastos de un aborto. La amenacé, diciéndole que yo no iba a ver por ese niño. Traté también de disuadirla por la buena, asegurándole que estábamos arruinando nuestras vidas con una responsabilidad demasiado grande, pero ni ella, ni su madre aceptaron otra opción. 
 
Las dos afirmaban que nunca se iban a arrepentir de traer una criaturita al mundo, que lo que yo proponía era un pecado y que un hijo trae consigo alegrías y bendiciones. Tuve que hablar con mis papás y dar la cara; me aconsejaron afrontar las consecuencias sin casarnos, y económicamente, me ayudaron para que ni a Victoria ni a mi hijo les faltara nada.
 
Me costó mucho trabajar y terminar la carrera. Cuando salía con otras chavas no permitía que se me olvidara el condón. Ahora, entre más grande se hace mi hijo, más me gusta construir una relación con él. Victoria nunca me negó ver al niño y me agradecía que le pasara una lanita al mes. Ella había engordado por el embarazo, pero en poco más de un año se puso más buena que antes de embarazarse. No sale conmigo ni con nadie; está dedicada al chamaco y a sus estudios. Le da miedo tener que depender de mí o de sus papás para darle de comer a nuestro hijo.
 
Cuando el niño se enferma o tiene actividades de la escuela, me gusta acompañar a Victoria como si estuviéramos casados. A nuestra manera, nos gusta compartir esa responsabilidad y hemos tenido nuestros acercamientos muchas veces desde entonces. Sin embargo, ninguno de los dos está seguro de lo que quiere hacer. Parece que nuestra relación está mejor con acuerdos que no queremos ni podemos explicar.
 
Ocho años después, mientras juego fut con mi chamaco, vuelvo a pensar en la clase de cálculo de la que salimos hartos Victoria y yo. Cada que llueve fuerte le hablo por teléfono y le digo que me acuerdo de esa entrega en el coche. Ella se ríe, pero no me da chance de acercarme a acariciar su delicioso y calientito cuerpo. Ha pasado una eternidad desde entonces; pero ahora sé que la vida sí termina, que el tiempo sí existe y que si no te cuidas, los errores se repiten y se repiten.
 
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