Me quema por dentro

14/12/2015 03:00 Yudi Kravzov Actualizada 03:00
 

Busqué respuestas en todos los caminos. Me hice budista, sofista, comunista y hasta testigo de Jehová. Me clavé en el rollo marista y conocí de cerca a los jesuitas. Entré a clases de Kabbalah y acabé con los evangelistas. Hice de todo, pero absolutamente nada logró quitarme la angustia que me quemaba por dentro.

Para mí, intimar era un tema difícil. Ante los ojos de los demás, fui un chico introvertido,  estudioso y afeminado. Odiaba que en las fiestas familiares vistieran a mi hermana como la princesa que yo quería ser. Todos parecían contentos menos yo. Antes de que terminara la fiesta, cuando ya no soportaba más la farsa, me encerraba en el baño. Frente al espejo, ahí escondido y maquillado como la princesa que nadie veía en mí, entre el dolor y el lamento, le preguntaba a Dios por qué nací con cuerpo de hombre, si yo en realidad soy mujer. 

Mi mamá sufría conmigo, pero no entendía absolutamente nada. A sus ojos, yo era un niño cabrón e infeliz, que no estaba contento con nada. No se daba cuenta de que lo único que yo quería era que me tratara como a mi hermana, que me comprara muñecas, que me dejara ser mujer. 

Como mi padre era un hombre macho y violento, se desesperaba de sólo verme. Le dolía pensarme homosexual, así que yo no podía sacar a la mujer que vivía dentro de mi cuerpo y por eso la mantuve encerrada por años, como si estuviera condenada a estar en una prisión. 

De adolescente me señalaban porque no tenía pelo en el pecho, porque me llevaba mejor con las mujeres que con los hombres y porque no era brusco, ni varonil. Así fue hasta que me metí a karate y le partí su madre a esos que se burlaban de aquello que yo tampoco tenía claro. 

Para no ser molestado, hice hasta lo imposible por cumplir con la imagen que se tiene de un hombre. 

Con nadie compartí mi secreto. Bastante tenía con escuchar las burlas que le hacían a los homosexuales. Así que hice lo que todos esperaban de mí: me casé y tuve familia. Dejé a la que soy detrás de un velo invisible, escondida. Guardé por años a la persona que realmente quería ser porque temía que me juzgaran, que me metieran a un psiquiátrico, o que me trataran como a un enfermo con problemas mentales, porque yo quería verme al espejo y parecerme a mi madre. 

Ahora tengo 64 años de edad. Mi esposa falleció hace dos; desde entonces, decidí dejar de esconder la feminidad que me nace desde adentro. Dejé libre el impulso de sentirme bella y decidí enfrentar mis peores miedos. Me visto de mujer, me pinto el pelo, las uñas y los ojos; me importa poco que me acepten amigos y familiares. 

Me regresó el gusto por vivir. Nadie sabe lo que es bueno y lo que es malo. Cada uno debe vivir la locura que le toca.  Me doy cuenta de que el miedo fue mi peor enemigo. En el silencio no  encontré respuestas. Ahora sé que si mi familia de verdad me quiere, debe tratarme con dignidad, con la plenitud que necesito. Pongan atención todos aquellos que sienten lo mismo que yo: no hay que darse por vencido. Tu vida es tuya. 

En el momento que tú cambias, el universo cambia. El amor lo vence todo, no hay nada que lo resista... 

Estamos en este mundo, pero no somos de él. 

Acepta y ama a la persona que eres y dale tiempo a los otros para que ‘les caiga el veinte’ y te vean como tú quieres ser. 

 

No hay receta ni manual para ser feliz, pero el ingrediente principal, se llama amor.

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