Calor de hogar

14/06/2014 05:00 Yudi Kravzov Actualizada 06:04
 
PABLO
 
Desde que supe que me engañaba, no volví a preocuparme porque Gisela tuviera un orgasmo; me olvidé de darle placer, de escuchar sus necesidades y de tomarla en cuenta para las decisiones importantes de mi vida. En lugar de mi pareja, ella se volvió solamente la mamá de mis hijos, el ama de casa y la mujer en la que yo descargaba mis ganas.
 
Después de dos años de estar así, Gisela y yo nos separamos. Desde entonces me he pasado muchas noches sintiendo el miedo de morir solo e infeliz.
 
Me arrepiento de no haberla perdonado cuando todavía ella estaba arrepentida, cuando me propuso olvidarlo todo y volver a intentar reconstruir aquello que teníamos.
 
Las mujeres con las que me he topado desde entonces me dan flojera. Su vida me parece una comedia; no me gusta convivir con sus hijos, no me interesan sus problemas familiares ni sus desencuentros. Me gusta entrar con ellas al cine, porque no tenemos que hablar de nada; puedo no mirarlas y sentirme al lado de alguien, abrazar su cuerpo, impregnarme de su perfume y tocar una piel suave y femenina.
 
Ahora me doy cuenta de que el tiempo te hace querer las rutinas que a simple vista parecen aburridas. Cuando uno ha compartido historias, le tiene más paciencia a los defectos del otro. Por ejemplo, desde que me separé, si una mujer llora cuando nos peleamos, en vez de darme compasión o ternura, me encabrona. Detesto verlas caminar desnudas por los pasillos de mi casa cuando no se han bañado. Hay una que toma pastillas para dormir y me hace sentir que duermo con una muerta.
 
Los olores de las mujeres con las que me he acostado me molestan; sus “te quiero” me suenan vacíos. Siento que quieren estar conmigo por comodidad, para ver si me sacan dinero o las invito de paseo a la playa. 
 
Desconfío de ellas; no creo que me vayan a cuidar cuando esté enfermo. Después de tener sexo, me dan ganas de mandarlas a dormir a otra habitación.
 
Si bien Gisela no me fue fiel, siempre me trató con ganas de complacerme, con ganas de darme gusto. Estaba acostumbrado a sus masajes en la espalda, a sus remedios cuando me daba gripa, a su sopa de fideo y a su manera de apapacharme cuando llegaba hasta la madre a la casa.
 
La verdad es que la extraño. A veces la sueño, y cuando me levanto solo o con otra mujer en la cama, me siento un imbécil por haberla apartado de mi vida y por no haber aprendido a perdonar. Muchas noches, cuando los ruidos no me dejan dormir, me gusta imaginar que la llamo, que me busca, que me pide perdón de nuevo y que yo le digo que todo está olvidado. Me gusta pensar que hacemos el amor despacio al principio, y después rápido, como nos gustaba. Imagino que le muerdo los pezones y que se derrite en mis manos como sólo ella lo sabe hacer. 
 
Cierro los ojos y recuerdo cómo nos besábamos, cómo nos comíamos el uno al otro. Mi lengua la recorría y ella se transformaba en desenfreno puro. Cuando estaba totalmente húmeda, me pedía que se la metiera toda. Siento vivo el recuerdo de las noches en que cabalgaba sobre mí; yo la miraba a los ojos y ponía mis manos en su cintura o en sus pechos. Todavía, entre sueños, puedo sentir el aroma de su sexo.
 
Lástima que no supe perdonarla a tiempo. La verdad es que más de una vez le fui infiel yo también, y que me invadió un orgullo ciego, tonto y hasta cruel.
 
Hoy me miro al espejo y me siento solo y feo. Me falta el cariño y el amor de una mujer que de verdad me quiera. Tengo envidia de mis amigos que van a bailar en pareja, que discuten con sus mujeres por tonterías, que se meten con ellas a la cama, se abrazan y se quitan el frío acompañados de historias que no necesitan contar. A mí sólo me acompaña un arrepentimiento vacío y la certeza de que Gisela está feliz y con otro.
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