Estoy enfermo de amor

Sexo 04/04/2016 05:00 Yudi Kravzov Actualizada 05:07
 

Me fui a pasear a Veracruz y me reencontré con Olivia. Al principio  nos comunicábamos por whats; en el proceso, encontré una relación deliciosa entre el ser y el estar.  

De ahí, pasamos a llamarnos por teléfono. Su voz no se parecía a la de la niña con la que jugaba de niño, a la de esa niña a la que me gustaba asustar con cuentos de extraterrestres y fantasmas que se convertían en miniatura y engañaban a los científicos nucleares de la raza humana, haciéndolos pensar que eran únicos en una galaxia de espejos tirados hacia el infinito. Al oír la voz de Olivia, me desconecté de todo eso, y en ese momento, el niño que se hacía el valiente para conquistar a la princesa, se me apareció en las venas. 

 Vive en Puebla y yo, entre Querétaro y la Ciudad de México. Algo teníamos que resolver para poder vivir juntos, convivir y saber si nos queremos,  si nos podemos entender. Había que saber si le gustaría tener niños conmigo y recorrer juntos el camino. Necesitábamos escribir una lista de roles, dividir responsabilidades y atenderla como reina cuando regresara de trabajar. Soñé con que ambos cumpliríamos con nuestros niños, y sobre todo, cumpliríamos con el compromiso de, entre los dos, hacernos la vida más bella y llevadera. 

 Por primer vez me sentí dispuesto; yo lo que justamente quería era volverme a enamorar: Olivia se convirtió para mí en la mujer ideal.  Emocionado, me subí a esos caminos de flores que sólo veo cuando estoy enamorado. Mi vida iba a agarrar un rumbo de casa, de hogar; comenzó a invadirme el instinto paternal que me hacía falta, junto con las ganas de tener por fin una familia y construir un patrimonio para ella, para nuestros hijos y para mí.  

 La invité a una boda en febrero y ella adelantó el viaje. Se nos desbordaban las ganas; yo me comía los días. Sólo quería pensar en que esto era real. Arreglé un cuarto de poca madre, llegó, y todo lo que tenía que pasar, pasó entre nosotros. La pasión nos inundó. Mis dedos recorrieron toda su piel. Sus besos me hicieron creer en el infinito, en la magia, en el amor. Nunca antes me había sentido así con alguien. Al principio, lo hicimos despacio, y entregados, nos fundimos en el mismo deseo. 

Al día siguiente, la invité a San Miguel   Allende, y de jueves a domingo, tuvimos una hermosa luna de miel. Jacarandas, desayunos, galerías...  La catedral, las terrazas y los cafés donde uno se puede  sentar a leer. Compramos aretes y algunas artesanías. 

Nos despedimos el domingo con besos amorosos, y desde entonces, no me ha vuelto a contestar llamadas, ni a responder los mensajes de whats... Ya me aseguré de que está en su casa y ya hasta averigüé cuál es el teléfono de su oficina, pero ella no me busca, no me llama, y yo, desde entonces, estoy enfermo de amor.  

Volví a Querétaro, pero no me sentí bien. Le inventé a mi hermano que me agarró la influenza y a los dos días, me regresé a San Miguel. Me he estado curando de amor con ron añejo; ando cagado de dolor porque ella  ya me bloqueó. 

No voy a regresar a Querétaro. Los aires de San Miguel me curan de tremenda decepción. La gente de aquí me ha tendido la mano y las mujeres de más de cincuenta me acarician el camarón. No quiero moverme de esta tierra; con Olivia o sin ella, yo quiero seguir en San Miguel. 

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