Leyenda inmortal

06/02/2015 05:30 El Hijo del Santo Actualizada 02:57
 
Es increíble cómo pasan los años. El sólo hecho de recordar las tres inolvidables despedidas de los cuadriláteros de mi padre y cuando porté orgullosamente su máscara y lo acompañé en esos  eventos. Cuando viajé con él por diferentes estados de nuestro país para realizar mi debut en aquellas ciudades y aquel viernes 3 de febrero, cuando lo visité por última vez para despedirnos, ya que yo lucharía el siguiente domingo 5 de febrero en Acapulco, mismo día en que lamentablemente él falleció. 
 
¡Son momentos que me parecen tan cercanos! Como si el tiempo no hubiera pasado con la prisa con que nos tiene acostumbrados.
 
Mi padre fue un hombre que no le tenía miedo a la muerte. No quería llegar a viejo, pues decía que la gente lo señalaría en las calles diciendo: “¡Mira, ese viejecito era El Santo!”. Su orgullo por estar en excelente forma física a los 67 años lo mantenía en pie; sin embargo, la muerte de mi madre lo devastó y entonces aquellas líneas que escribió en 1955 no le ayudaron en nada para mitigar su dolor.
 
SIN RESIGNACIÓN. Mi padre decía que la muerte era un proceso natural del ser humano y escribió el siguiente texto, que hoy comparto con ustedes:
 
“La vida depara momentos de amargura tales que no se comprende cómo el ser humano puede soportarlos sin que le trastorne la razón que le anima. Me refiero a la pérdida de los seres queridos. El hombre es tan ilógico, tan irrazonable que no se resigna a que se vayan los seres que ama, a pesar de que sabe que es destino inevitable el perder la vida y que en realidad esto no es una desgracia, sino simplemente la consecución de un hecho natural.
 
TREMENDOS GOLPES. “Nos aferramos tan profunda y egoístamente a los nexos de este mundo que cuando un golpe de los que acabo de citar nos hiere, clamamos contra el cielo mismo y vemos tan sólo un rayo de Dios en contra de nosotros, como si estuviéramos predestinados a vivir eternamente, como si no mañana mismo tendremos que dejar el mísero caparazón que envuelve nuestra alma.
 
“A pesar de ello, decía antes, ese egoísmo que se torna inaguantable, que nos hace apretar los puños y que tortura tan cruelmente nuestro espíritu, ese dolor que hace llorar gotas de sangre al corazón, no nos abandonará, al fin mortales, durante el transcurso de nuestra efímera existencia”.
 
Hoy, a 31 años de tu partida, te sigo extrañando y en mis momentos difíciles necesito escuchar tus sabios consejos.
Afortunadamente me reconforta leer tus entrevistas, escuchar tu voz y ver tu imponente imagen en cientos de fotografías. Gracias, papá, por confiar en mí y por enseñarme el camino sin pisar a nadie. 
 
Nos leemos la próxima semana, para que hablemos sin máscaras.
 
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