Fue a su primera y única clase al CCH

15/04/2014 03:00 Lydiette Carrión Actualizada 22:24
 

El 9 de agosto de 2013, a las 13:30 horas, la señora Carolina Hernández Gutiérrez despidió a su hija de 16 años, Beatriz Rocha, en el paradero de Mixcoac. De ahí, la adolescente tomaría un camión de ruta con rumbo al CCH Sur. Era su primera semana de clases como estudiante universitaria. Fue el último día que su familia la vio. Carolina se fue a una junta del colegio de su hijo menor; y ese mismo martes, horas más tarde, marcó al celular de la hija. Serían como las cinco. Le recordó que pasaría por ella a las ocho de la noche. Beatriz estuvo de acuerdo y se apresuró a colgarle porque, alegó, ya iba a entrar a clases.

Esa tarde cayó un aguacero. El tráfico estaba imposible, Carolina batalló entre metrobuses y microbuses para llegar a tiempo a la entrada del CCH. Lo logró, estaba ahí a las ocho en punto; eso sí, hecha una sopa. Se colocó cerca de una carpa que habían colocado para dar la bienvenida a los estudiantes de nuevo ingreso. Esperó paciente, mientras conversaba con otra mamá. Comenzaron a salir los muchachos. Salió el hijo de la señora con quien conversaba. Oscureció completamente. Dejó de llover. Dieron las nueve. Le marcó a Beatriz. El teléfono estaba apagado. Carolina pensó que quizá todavía estaba en clase, o no había señal. Dieron las 10. Ya no salían jóvenes con mochilas. Comenzaron a salir trabajadores. Carolina preguntó a varios si no quedaba algún estudiante rezagado.

—No, señora, ya no hay nadie, le dijo uno de ellos.

Marcó al celular en varias ocasiones. El teléfono permaneció apagado. Carolina fue la última en dejar la puerta del CCH. Tomó un pesero a las 11 de la noche. Llegó a su casa a la una. Explicó al esposo lo que había pasado. Esa noche no durmió ninguno de los dos. Al día siguiente interpusieron una denuncia en el Centro de Atención a Personas Extraviadas y Ausentes (CAPEA).

HALLAN PISTAS
A los pocos días, indagando entre sus cosas, hallaron una hoja que Beatriz había escrito. En ella hablaba de Miguel, un hombre joven de 26 años, que trabajaba como guardia de seguridad privado, y a quien había conocido en una reunión familiar —ya que la madre de aquél era conocida de una cuñada—. El encuentro se había dado en diciembre de 2012. Desde entonces, Miguel la asedió, y en secreto le prometió que le regalaría un viaje a Francia por haber cumplido 15 años, y otro a Dinamarca cuando cumpliera dieciocho. También supieron, por las amigas de la secundaria, que Miguel le había regalado un celular; se lo había pasado por entre los barrotes de la escuela anterior; y le marcaba cada media hora. Le preguntaba qué hacía, con quién estaba, la celaba si se encontraba con muchachos de su edad.

La propia Beatriz le había comentado a su madre sobre Miguel a inicios de 2013. En ese entonces Carolina le había dicho que no era buena idea. Beatriz, aparentemente, había accedido a dejar de verlo. Ahora Carolina sabe que no es así. Y también sabe que Miguel ha vivido en Estados Unidos y viajaba hacia allá con frecuencia, que no tiene la capacidad económica de pagar un viaje a Dinamarca, y que su hija no se ha comunicado con ninguna amiga, amigo, primo o conocido desde que desapareció.

Lo que Carolina no sabe es si su hija está viva o muerta, si se encuentra estudiando o trabajando. Si está bien y es feliz o no lo es. Han pasado siete meses y ninguna autoridad ha investigado el número de celular de Beatriz. Ella se presentó a las oficinas de la compañía telefónica, y ahí le comentaron que sólo podían entregar la información mediante oficio del ministerio público. En todo este tiempo, ninguna autoridad ha hecho el trámite. Las autoridades alegan que Beatriz se fue de manera voluntaria. Y “se fue con el novio”. Parece no importar que ella sea menor de edad, que Miguel le lleve 10 años, y que la haya podido sacar del país.

 

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