Paraliza búsqueda orden de cateo

13/05/2014 03:00 Lydiette Carrión Actualizada 19:18
 

La mañana del 22 de agosto de 2012, entre las 10:30 y 11:00 de la mañana, Nadia Citlalli Salazar, de 30 años, debía llegar al negocio de sus padres, un restaurantito en el Distrito Federal. Ya la esperaba ahí su papá, el señor Roberto Salazar, y Noé, su marido, con quien regresaría a su hogar en Las Américas, Ecatepec, estado de México.

Pero Nadia nunca llegó. Cuando ya daban las 11:00 de la mañana comenzaron a marcarle al celular. Estaba apagado. El esposo fue la última persona que la vio y refirió que ese mismo día, antes de las 8 de la mañana, él salió a dejar a la escuela a los dos hijos mayores, de entonces 13 y 14 años. Nadia Citlalli se quedó en casa al cuidado de su niño más pequeño, un bebé de dos años, mientras se arreglaba para ir a un curso en un centro de capacitación de Telmex, ya que iba a trabajar ahí próximamente. 

Por lo general, Nadia esperaba a que regresara el marido y éste la acompañaba a tomar el transporte público. Pero en esta ocasión, cuando el marido regresó a casa, encontró al bebé solo. 

Noé refiere que entonces envió un mensaje al celular de Nadia:  

—Oye, Nadia, ¿dónde estás? 

—Ya me adelanté. 

—¿Cómo que ya te adelantaste?

—–Es que ya se me hacía tarde.

Eran las 8:15 de la mañana. Ese mismo día, pasadas las 7:00 de la noche, el señor Roberto recibió un mensaje de texto desde el celular de su hija; éste decía algo así como: “No se preocupen por mí, voy a estar bien; por favor cuiden a mis hijos y a Noé”. 

Al día siguiente el señor Roberto comenzó a buscar a su hija; interpuso demandas y tramitó por debajo de la mesa la sábana de llamadas de su hija, como hacen muchos familiares de desaparecidos. Entonces supo que ese último mensaje en el que Nadia se despedía había sido enviado desde su propia casa, en Ecatepec. También identificó a dos posibles sospechosos: un vecino con el que ella había intercambiado algunos mensajes de texto y Érik, un compañero del Bachilleres. Ambos mintieron en sus declaraciones ministeriales. El señor Roberto sospecha principalmente de este último.

Por su parte, la policía interrogó a Noé, el marido, e incluso hizo una revisión de la casa: peritos rociaron con luminol algunas recámaras para descartar que algún hecho violento hubiera ocurrido al interior del domicilio. Ninguna diligencia tuvo éxito. No se hallaron rastros de sangre ni de violencia. 

Pasaron los días, los meses. Durante todo ese tiempo la familia de Nadia siempre puso  crédito al celular de ésta, por si necesitaba comunicarse. Y cada día alguien de la familia marcaba el número, esperando que diera línea, que alguien contestara. Pero el aparato siempre estuvo apagado… hasta septiembre pasado.

A mediados de septiembre de 2013, Paola, hermana de Nadia, como siempre marcó el número. Dio línea. Un hombre contestó. 

—Por favor con Nadia. 

—Número equivocado, respondió el hombre. 

Paola no supo qué hacer y colgó. Volvió a marcar. El teléfono volvió a dar línea, alguien apretó el botón de “responder” al otro lado, pero nadie habló. Sólo hubo silencio.

Los familiares dieron parte al fiscal de Ecatepec, Gerardo Ángeles. Se sabe, por las sábanas de radiolocalización, que el celular de Nadia fue encendido y utilizado en una casa del sur de la ciudad de México: una residencia con bardas electrificadas, de la que salen y entran automóviles. Pero de esto hace ocho meses. La policía sigue esperando que un juez firme una orden de cateo para actuar. 

“Era una pista importante, ¿no cree?”, se duele Roberto, padre de Nadia.

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