El espejo fue testigo

Sexo 31/08/2016 05:00 Anahita Actualizada 08:46
 

Ya había platicado sobre mi primer beso ‘conmigo misma’ en ese sexy acercamiento con mis labios plasmados en el espejo del baño aprendiendo el arte de besar, el cual terminó en un toqueteo que me llevó a uno de mis orgasmos adolescentes. Sin embargo, verme acompañada…

Era la despedida, pero aún no lo sabíamos. Fue una tarde soleada, aunque llena de imprevistos, que nos hicieron pensar si era sensato que volviéramos a vernos; sin embargo, esa química que las pieles emanaban juntas siempre revocaba cualquier intento de separación.

Después de varios días, cuyas noches fueron pura adrenalina, la última tarde, listos para empacar en aquel hotel en San Luis Potosí, se sentía una inquietud como de alguna deuda que teníamos uno con el otro por los intermitentes altercados y discusiones. Pero no era de hablar y disculpar nuestras actitudes, sino de algo más que siempre nos unió como amantes impulsivos.

Recostados en la cama y reposando la rica comida típica del lugar, incómodos ante el calor del cuarto, decidimos quitarnos la ropa charlando de cosas simples como del clima sofocante y las actividades que nos esperaban al volver a la ciudad.

Me quedé en ropa interior, y Samuel en calzoncillos tan desparpajado como quien quiere que el poco aire que entra por la ventana sople en cualquier rincón del cuerpo, mientras yo me acurruqué entre mis propios brazos y piernas mirando su anatomía abierta de par en par. 

De pronto, acercó su mano a mi muslo y lo acarició a la vez que cerraba los ojos como aviso de que iba a tomar una siesta. Seguí observando. Sutil, sorteó mis bragas y amasó mis nalgas vivas, haciendo a un lado el sueño vespertino, pero sin abrir sus párpados. Yo también los cerré. 

Sus dedos pasaron a mi centro que ya estaba preparado a lo que fuera y el suyo emprendió la erección. Imité el gesto y mi palma se dedicó a enaltecer esa cúspide que pedía que no parara de consentirlo. Boca arriba y con sus largas y fuertes piernas como un compás, bajé su bóxer con esa misma mano y con la otra guiaba la suya bien posicionada en mi núcleo húmedo y caliente como nuestra habitación.

Me incorporé para quitar el resto de mis prendas y ponerme sobre él, y en mi movimiento, noté con más atención el gran espejo que quedaba al final del cuarto frente a la cama; yo, de frente a Samuel, volteé a mis espaldas y me vi en posición de reverencia ante el lustroso obelisco que yo estaba a punto de venerar con mi boca.

Él, dando arcadas por lo que le esperaba, aún no se percataba del testigo de ese último encuentro sobre el lecho de sábanas frescas y apenas revolcadas, y así comenzó el viaje de mis labios y mi lengua por su carne. En una reacción espontánea, levantó medio cuerpo y se dio cuenta de la excitante panorámica y salió de mi boca para tomarme por detrás y entrar nuevamente, pero en donde él ya había explorado con sus dedos. 

Como pude, volví mi vista hacia el espejo y ahí estábamos, yo a su merced y él con su poderío impactando mi ser una y otra vez, y tensando sus muslos que chocaban conmigo en cada enfrentamiento, mientras sujetaban mis caderas y por su espalda escurría sudor que surcaba su columna. Su cabeza se arqueaba de placer y frenesí. Yo gozaba por su labor tan viril y con su escultura reflejada en el cristal mercuriado al hacerme suya. 

En un potente empellón, liberó su torrente y se afianzó aún más a mi cuerpo no sin antes voltear hacia la placa plateada, contemplando el resultado de tanto deseo y atracción entre ambos. Entonces, nuestros ojos estaban puestos en el mismo objetivo, mirando a ese par, extenuados y jadeantes.

Como sospecha del inminente final de nuestros encuentros, Samuel reposó sobre mi espalda y la besó de arriba a abajo sin soltarme aferrado, mientras yo apretaba sus brazos cubriendo mis senos… Qué otras despedidas habrá atestiguado ese espejo entrometido.

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