Orgasmos de oro

Sexo 27/04/2018 05:18 Anahita Actualizada 05:25
 

Una tarde, de camino al colegio donde cursaba Redacción y Literatura, me detuve frente a una joyería embelesada por una pieza en especial que se asomaba en el aparador; entré y compré el hermoso anillo de oro que sellaría mi compromiso con un nuevo comienzo escolar.

Sin embargo, un día, al salir de la escuela, me di cuenta de que no lo traía puesto, “quizá cuando entré al sanitario”… Corrí a rescatarlo, pero alguien más se me había adelantado. Pregunté a todos y, nada, se esfumó.

Así pasaron las vacaciones mirando tristemente la desnudez de mi dedo, hasta que, al regresar a clases, alguien me interceptó por detrás: “Hola, ¿ves aquel vigilante? Me acaba de decir que tú buscabas este anillo”.

Fue inevitable abrazarlo y plantarle un beso en la mejilla, me puse el aro y en agradecimiento le invité un café. Claramente, le cautivó mi atrevimiento y aceptó; “dame un par de horas en lo que cumplo con mi clase”, me dijo ese hombre de figura lánguida, anteojos y una sexy barba apenas crecida.

Puntual, el guapo profesor ya estaba en la mesa muy erguido y ajustando su lentes; llegué, volví a saludarlo con otro beso y le di mi nombre. “Y yo Samuel”.

Me dijo que había hallado el anillo en el piso saliendo del baño, “lo guardé y hoy indagué si habían preguntado por él”. La conexión fue inmediata.

Nos veíamos en un café por ahí, para una cerveza por allá, hasta que, una noche, jugueteando con mi anillo, le confesé que “este pequeñito me trae mucha suerte y tú ibas incluido”; como un tic nervioso, volvió a subir los anteojos hasta el puente nasal y yo, esperando su reacción, me sorprendió abalanzándose a mi boca para besarme efusivamente.

Nos fuimos casi corriendo hacia su coche, arrancó y en cada semáforo nos arrebatábamos los besos de camino a su casa. 

Llegamos, y sin decir nada, comenzamos a quitarnos la ropa sin dejar de besarnos; él trastabillaba al quitarse los zapatos con todo y calcetines, y yo por poco caí al zafarme el pantalón.

Con la ropa, se fue su timidez; apasionado e imparable en los tocamientos, apretujones y besos candentes, me fue dirigiendo a su recámara perfectamente limpia y ordenada para lanzarme a la cama y recorrer mi cuerpo completito con su lengua y sus manos.

Todos estos días, se había contenido de robarme los besos que ahora me daba, mientras yo correspondía a su lujuria desbordada. Revertí las posiciones, me monté en él y lo atrapé sometiendo sus muñecas sobre el colchón.

Lo besé despiadadamente; lamía su cuello, restregaba mis mejillas con su barba y refregaba mi pubis en su falo tan pétreo como un madero hermosamente tallado hasta que, desaforada, me vine copiosa y centellante por la luminosa lascivia, así como cuando me mostró mi ansiado anillo rutilante frente a mi cara. Sin parar de contonearme en la maravillosa cresta del orgasmo, fui barnizando su trozo con mis jugos, sonriendo y jadeando mientras miraba al cielo de su cuarto.

También él reía al ver tal espectáculo; una mezcla de infantilidad y endemoniada excitación habitaba en nuestros cuerpos. Entonces, me tomó de la cintura e incrustó su sexo en el mío para incorporarse y abrazarme trabados por los centros, y danzamos en vaivén cadencioso como su boca comiéndose la mía mientras mi entraña devoraba su falo.

“Este pequeñito me trae mucha suerte y tú ibas incluido”, le repetí mostrándole el aro en mi dedo que, al final de la frase, lo atrapó con su boca, chupando y lamiendo al tiempo que yo me afianzaba a su espalda y con las piernas lo aprisionaba aún más a mi cuerpo.

Y cuando su pene llegó hasta lo más profundo de mi carne, me abrazó otra vez, clavó su rostro entre mi cuello y la maleza de mi pelo, y explotó triunfante, desgarrando su garganta con un gemido liberador. Yo acariciaba su cabeza aún aferrada a mi hombro, mientras el orgasmo lo colmaba y, al terminar, se quedó ahí, reposando y jadeante.

Sus labios viajaron de mi cuello hacia mi boca y nos besamos mansos, deleitándonos, explorado nuestras comisuras, jugueteando con las lenguas, y él seguía dentro de mí... Fue inevitable remontar; nuestras caderas comenzaron a moverse cadenciosamente y volvimos a estrujarnos uno contra el otro con el frenetismo inicial.

No sé cuántos orgasmos tuvimos esa noche; lo que sí tengo claro es que ese anillo me trajo buena suerte.

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