Graba nuestra lujuria

Sexo 26/10/2016 05:00 Anahita Actualizada 05:00
 

Las fotos ya no fueron suficientes para motivarse. El álbum nutrido de imágenes sugestivas que guardaba en su archivo personal pasaron de ser el detonante poderoso en momentos de soledad, a sólo un cúmulo de exposiciones inanimadas que ya no le aportaban mucho a su ansiada labor del placer individual.

Con todo y que las instantáneas mostraban mi cuerpo desnudo y penetrado por sus instintos, tomadas a real conciencia en tiempo, forma y excitante autorización, se habían quedado cortas para su lujuria privada.

Por eso, en nuestra siguiente reunión, me sugirió con cara infantil incluir algo más recreativo para sus ojos en “horas de insomnio”. Una función que reprodujera sonidos y movimientos remembrando los instantes de gozo entre los dos.

Fue así como la cámara de video se convirtió en el tercer invitado al festín sexual, y un curioso estremecimiento se adueñó de mis sentidos. Miguel lo notó, pero mi incertidumbre le agregó un puntito emocionante al encuentro y el tema no surgió durante el consentimiento mutuo con ricos entremeses de caricias, tragos y botanas que nos compartíamos boca a boca.

Y en el escarceo, cuando tocaba desmembrarnos de ropa y pudores, cuando la fogosidad tomó el control de nuestras manos y dientes, y los ahogos sólo eran colmados por los mismos alientos que soltábamos y atrapábamos en intercambios pasionales, su brazo se estiró hacia el artefacto y comenzó el rodaje.

De pronto, mientras me penetraba por detrás, en una incesante oscilación, me zafé de su sexo y le mostré mi boca abierta para empezar a lamer su pecho sofocado y sudoroso. Recorrí sus pezones con la lengua y mis besos bajaron a sus ingles para cubrirlas de saliva y luego comerme sus testículos.

Miguel, avispado al divertimiento, captó el recorrido paso a paso. Mis manos resbalaban sobre su piel convulsa sin que él dejara de enfocarme; los sonidos avivaban a mi entusiasmado camarógrafo, resistiéndose a tocarme. Fue como una involuntaria imposición de mí para él, pues no podía soltar el instrumento testigo. “No dejes de grabar, sigue grabando”, le musitaba entre succión y chupada en su miembro como roca, mientras se contorsionaba de dicha y se aferraba a las sábanas, mordiendo su propio labio inferior.

Regresé a su rostro, me clavé su pilar ardiente y le arrebaté la videocámara. En la cabalgata, empecé a capturar sus gestos, sus frases sin sentido, las vociferaciones emitiendo mi nombre y el “¿te gusta?, ¿te excita?”, a la vez que arqueaba su cuello hacia la cabecera de la cama.

Era su turno y en un revés maestro, me tumbó en el colchón y frente a mi ser con la video en sus manos, me ordenó que yo misma me tocara. Así inicié el ritual masturbatorio para satisfacer la lentilla seductora. Una débil lamparita en el buró fue la única iluminación de nuestra película.

Se concentraba en mis senos erguidos, después en mi vientre que se hundía en cada contracción, y luego en mi núcleo inflamado y manoseado por mis dedos implacables, que se sumergían en la carne suave y humectada por mis jugos y una que otra gota de sudor que caía desde sus sienes.

Risas, sofocos, gruñidos traviesos, adjetivos cariñosos, pero también los soeces, y golpeteos cuerpo contra cuerpo eran la banda sonora de aquella historia, enmarcada con la música de fondo que nos proporcionaban los motores de autos y cláxones a través de la ventana que transitaban en la avenida principal.

Sin embargo, ya era hora de enloquecernos mutuamente con todos los sentidos y sin distracciones, y Miguel colocó estratégicamente el cacharro y los dos nos convertimos en fieles presas de su lente.

Inclementes cachondeos a cuatro manos nos lanzaron a la inmensidad del deseo y olvidamos el ojo vigilante; los enlaces con  brazos,  piernas, los refregones empecinados en darnos más calor y sometimiento sacudieron nuestro lecho.

Fue tal la magnitud, que la mesa aledaña que soportaba la cámara se cimbró y cayó todo lo que había encima de ella… Y uno encima del otro, no nos importó en lo absoluto porque lo esencial estaba dentro de mí, trastornándome con despiadados empellones.

Hasta que su disparo final invadió mis entrañas, su triunfante alarido asestó en el espacio y mi agitación resultó en mi orgasmo también con un sollozo liberador… Ruidos que fueron el único vestigio que atrapó la video, mientras filmaba las patas temblorosas de la cama.

 

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