Sus lentes, testigos de mi calentura

Sexo 24/05/2017 05:00 Anahita Actualizada 05:08
 

Fue una noche antes de que se marchara de México definitivamente. Luego de muchos años de haber residido aquí, Curtis decidió tomar un buen empleo en España, su país natal, y quiso despedirse de la bella y prolongada aventura amorosa que tuvimos.

Su casa, terreno de cien batallas sexosas, y su mesa, espacio de innumerables cenas en honor a nuestros encuentros, estuvieron bien dispuestas para cerrar con broche de oro puro. Y entre los recuerdos y el vino, fue inevitable arrimarnos uno al otro con añoranza y deseo.

Entonces, mi reflejo en los cristales de sus anteojos sentenciaba que no volvería a ocurrir jamás. Esos lentes que provocaron mi encanto inmediato por el historiador que me sedujo apenas habernos conocido.

Pero nos sacudimos la tristeza e invocamos la lujuria con roces ganosos, diluyendo así cualquier rastro del adiós. Un beso breve y principiante, otro largo e impaciente; y olvidando la razón que nos unió ese viernes, platicamos de que México es hermoso.

De pronto, mis palabras se convirtieron en resuellos detonados por su mano acariciando mi muslo, a la vez que mis piernas se extendían inconscientes, elevándose el faldón del vestido de vaporoso encaje azul, que él me compró durante un paseo en Guanajuato.

Curtis, excitado, se sobaba el bulto por mi reacción que fue como las muchas que me indujo con su erotismo no premeditado, porque a él le nacía la lascivia con desparpajo siempre que estuvo frente a mí.

Levanté mi pie descalzo y con él le ayudé en el magreo de su trozo donde relampaguean esas venas azules que mi lengua trazó tantas veces como en un hallazgo de otro de sus encantos.

Me tomó de la cintura y nos incorporamos de las sillas para irnos a la cama, y a un lado de ella, nos desnudamos pausados, sin prisas; un gesto diferente a los de antes, en los que nos arrancábamos lo que estaba de más para luego, enardecidos, casi desmembrarnos.

Con los lentes puestos, me recostó sobre el lecho, “es que quiero verte bien”, dijo simpático cuando se posó encima de mí, de cuerpo entero, estirando mis brazos en la superficie acolchada y abriendo mis piernas con sus rodillas para que su falo coincidiera con mi hendidura supurante de tanta sensualidad.

Sin penetrarme, comenzó a consentirse con mi pubis subiendo y bajando despacio, mientras me sujetaba de las manos y mis senos se restregaban en su torso, en donde se iniciaba un suave sudor como el que surge de una placentera caminata por el campo. Y yo volví a observarme en sus cristales que enmarcaban sus ojazos color verde.

Dulcemente sometida, empecé a contonearme gimiendo discreta hasta que las bocas se hallaron y se saborearon semejante a una conversación. Como cuando hablábamos de futbol, de los más recientes libros que habíamos leído o acerca de la comida española que él extrañaba con vehemencia.

Así fue el platillo que degustamos en la que comenzaba a ser nuestra cópula de despedida. Entonces, se ensartó en mi raja y me apretó el vientre y las muñecas para sujetarse firme y elevar el ritmo de su cuerpo sobre el mío.

La danza incitó los jugos como torrentes inevitables. Nos deslizábamos uno en el otro con nuestros aceites naturales, mientras la succión de ambos juegos de labios se acrecentaron y fue así como, inclementes e igual que antes, el ritual surgió apasionado y con tal erosión, que las pieles enrojecieron y se calentaron aún más.

Hundió su rostro en mi cuello musitando no sé qué cosas y sus anteojos se perdieron entre el espesor de mi melena. Su pene enterrado en mi vagina se meneaba autónomo, escudriñando en mis entrañas, que lo afianzaban para que no se escapara, así como yo deseaba que no se fuera del país.

Zafé mis brazos de su yugo y lo abracé sin dejar espacio entre las carnes, al tiempo que nos movíamos sincronizados y frenéticos, oprimiendo los sexos y las bocas, comiéndonos las lenguas. También sentía el armazón sobre mi hombro provocando un gentil cosquilleo.

Tener ese objeto tan propio y coloquial de su persona en aquella noche de sexo significó tenerlo completito. Esos lentes que lo volvían más atractivo, jugueteaban con mi pelo, como lo hacía su aliento.

El orgasmo al unísono llegó. Nuestras convulsiones removieron la cama y los alaridos hablaron por los dos. Enflaquecidos por la afrenta y despertando poco a poco del letargo, aún encima de mí, Curtis buscó sus anteojos, se los puso y volvió a mirarme sin salir de mi centro.

Secó mi frente e intentó contener el fluido de sus ojos, que finalmente empañó más los cristales, por lo que ya no pude verme en ellos, y lo besé, mientras sentía su semen resbalarse en mi entrepierna.

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