Nos revolcamos a nuestro antojo

16/12/2015 05:00 Anahita Actualizada 11:20
 

“Su impetuosa ejecución con el chelo detonaba los aplausos del público y a mí me recordaba lo bien que dominó mis caderas cuando me penetró anteriormente en su camerino”

Yo sólo había entrado a un hotel para hospedarme en vacaciones. Pero esta vez, ‘A’, un maduro y bien dotado chelista, venía de Toluca y su trajín ameritaba estacionarnos en un sitio céntrico del DF para no perder más tiempo antes de que regresara a su casa.

Ese miércoles, la magia comenzó en la sala de conciertos. Apuesto, de negro y con un poderoso chelo en sus manos, se notaba ansioso porque acabara la sesión para comenzar el entretenimiento. 

Yo, en primera fila, con un minivestido blanco y entaconada con zapatos del mismo color, balanceaba mi pierna cruzada sobre la otra y jugueteaba haciendo círculos con mi dedo en la rodilla descubierta, mostrándole mi apuro de que finalizara su ‘jornada laboral’ sin importarme el protocolo. 

Su impetuosa ejecución detonaba los aplausos del público y a mí me recordaba lo bien que dominó mis caderas cuando me penetró anteriormente en su camerino. 

La memoria disparaba mi lubricación y cada nota que emitía febril en el voluptuoso instrumento hacían que punzara mi delirio. Al terminar el concierto, lo esperé afuera para recibirlo afanoso y besarme con un nivel de adrenalina que descubría su lujuria. 

Llegamos a un hotel de la Roma. En la recepción, máquinas expendedoras de bebidas, golosinas y condones ofrecían satisfacción completa, mientras nos enterábamos de que las tarifas iban desde una noche completa, hasta sólo por dos horas. Curiosa, ponía atención por si escuchaba golpeteos y gemidos cadenciosos a través de las paredes, porque todo hotel alberga historias inquietantes de excitaciones repentinas y visitas clandestinas. Nosotros, sin cautela y muy cachondos, caminamos por los pasillos para llegar a nuestro cuarto, al tiempo que ‘A’ me acariciaba el trasero preguntándome qué tal me había ido en la semana.

En cuanto le echamos seguro a la puerta, empezamos a comernos; lamía mi cuello, estrujaba mis senos; yo restregaba mi pubis en su bragueta y rodeaba su muslo con el mío, mientras el sol de media tarde atravesaba las persianas que él, a la vez que levantaba mi vestido, cerraba “para que nadie nos viera”. Una cama cubierta con una colcha floreada, un espejo coronando un tocador simplón y la penumbra que nació de las cortinas tapiando el espacio, no dejaba ver con claridad los dibujos malhechos de un par de cuadros colocados al azar. Nada perturbador, todo limpio y ordenado, pero yo me preguntaba cuántos cuerpos habrán puesto el caos en ese colchón.

El neutro aroma del detergente en las sábanas denunciaba un lecho ajeno y propiedad de muchos; develaba que habíamos pagado por no tener sexo en su coche o en un rincón de cualquier parte. También nos incitó a revolcarnos a nuestro antojo, con nuestros antojos; ésos que arrancaron mis bragas y dejaron mi vestido a medio quitar, sólo liberando mis piernas para abrirlas y clavarme en su falo que se irguió cuando me vio sentarme provocativa frente a él en el recinto musical. 

‘A’, recostado y desnudo; yo, montada en él y aún con el atuendo de gala y mi sexo al descubierto, nos regocijábamos observándonos en el espejo a un costado de la cama. Mientras cabalgaba en su vientre, me miré y parecía otra; es que los espacios propios nos definen, nos delatan; sin embargo, un cuarto de hotel nos transforma en cuerpos ardientes sin nombre en busca de una intimidad que está a la vista de quienes nos ven entrar, pagar y salir del inmueble dejando la llave de la recámara alquilada. Y jugamos a que ‘A’ era un rockstar y yo una fan, que nos habíamos conocido en un concierto y, sin decir nada, nos fuimos a un hotel para coger, sin dejar más huellas que las que el personal de limpieza se encarga de desaparecer de inmediato, por rutina. Flujos, jadeos y rechinidos; sudores, empaques de preservativos, toallas húmedas y “jabones chiquitos” apenas desgastados; vestigios de una afrenta sexual, desquitando la cuota que permite gozarnos durante dos horas.

Yo, con el pelo mojado y casi sin maquillar; él, fresco y con su chelo a cuestas, salimos airosos, agradeciendo a las recamareras por reconstruir a detalle esos cuartos que esperan la siguiente colisión de pieles y lascivia.

En cuanto le echamos seguro a la puerta, empezamos a comernos; lamía mi cuello, estrujaba mis senos; yo restregaba mi pubis en su bragueta y rodeaba su muslo con el mío

 

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