Lo monté sombrerudo

Sexo 16/08/2017 05:00 Anahita Actualizada 05:05
 

Samuel es un hombre corpulento, no muy alto ni muy guapo, aunque con un atractivo sexual que desarma a cualquier mujer. Y claramente, yo no fui la excepción.

Actor de teatro experimental y admirador de Led Zeppelin, a este michoacano le gusta que le chupen los lóbulos de las orejas, me confesó cuando aceptó mi invitación para tomar un trago luego de hacerle una entrevista.

Es que esas pláticas fueron inevitables al reunirnos. Su magnetismo desbocado como un caballo sin riendas me incitaba a ser indiscreta y él encantado respondía, pues le despertaba una exaltación parecida a la de un rozón en la entrepierna.

Sin embargo, el rubor con todo y su bronceado se dejaba ver al contestar aunque con una respuesta igual o más candente. “Si quieres, te muestro que también me gusta que me muerdan las nalgas”, dijo sinvergüenza ya de tanto insinuarle que moría por que me cogiera.

Tras mis provocaciones desde la butaca, mostrándole un poco de lo que deseaba que me comiera dentro de la falda, e irme en medio de sus ensayos, en una huída, me interceptó en la salida emergente.

Fuerte me tomó de un brazo y me advirtió que si no lo esperaba cuando él acabara, “ya verás cómo te va”. Me agarró el otro brazo y me besó jarioso e intenso, dejándome pasmada en plena calle. En automático, su sentencia me excitó lubricando mi carne.

Obediente, lo esperé mientras fumaba y, puntual, Samuel salió, acomodándose su inseparable sombrero vaquero; me tomó de la mano, y sin decir nada, pidió un taxi. Esta vez y en el coche, no tenía escapatoria y me entregué a su mano callosa entrometiéndose en la mini de charol rojo y notando mi cachondez vertida en jugos.

El texano ensombrecía su rostro y yo sólo podía ver esa sonrisa de maleante mordiéndose un labio por el gozo que le daba el jugueteo de sus dedos en mi pubis, mientras se sobaba el miembro con impaciencia.

Ya en su casa, fue al refri y abrió dos cervezas. Yo, en el sofá y expectante; él, caminando hacia mí imponente. Sus pasos eran lentos y firmes, sonorizando fuertemente el espacio por sus botas de motociclista.

Me dio la cerveza y se hincó frente a mí; me abrió las piernas a la vez que daba un trago e hizo a un lado la tanga para meter sus dedos en mi raja. Sus ojos sombreados por el ala brillaban como los de un toro antes de embestir mientras miraba el túnel de mis piernas. Seguía bebiendo y manoseando.

Engullí la mitad de la chela a la espera de su siguiente movimiento y, entonces, le dio fin a la suya, se levantó y bajó el cierre de sus jeans que se embarraban ricamente a su figura. Le di el resto de mi cebada y se la empinó para yo  hacer lo propio en su pene que se movía de tan punzante y duro.

Su trozo grueso llenó toda mi boca. Rugió cuando su glande topó con mi garganta y comencé el bombeo cadencioso hasta que se inclinó, me tomó de la cintura y me subió al sillón para desnudarme sin dejar de comerme el cuello, las tetas…

Le quité la camisa; él, las botas, el pantalón, y retiró el sombrero para colocarlo en mi cabeza. Me cargó de los glúteos y se ensartó en mi vagina para estamparme en la pared y penetrarme duro y lujurioso. Yo sólo gritaba sosteniéndome de su gran espalda.

Su cara se restregaba en mis senos y mi mano detenía el casco de cowboy en cada uno de los frenéticos empellones contra el muro, que rozaba delicioso mi columna. Trabados uno en el otro, nos fuimos a la cama.

“No te lo quites, te ves preciosa”, me decía jadeante, “y móntate en mí, pero antes dame una de esas mamadas que sólo tú”; y con el texano puesto, chupé, lamí y me atragantaba mientras me miraba con  endiablados ojos aceituna.

“Ven”, lanzó  en un susurro cansado levantándome sobre su humanidad y me clavé en su pene enrojecido de tanto aguantar. Cabalgué plena, incansable. El fetiche color miel tenía un poder inexplicable. Fue como el darme un talismán cargado con su energía sexual.

Galopé sedada de tanta belleza; yo veía cómo, a su vez, él me observaba orgulloso de que portara su prenda favorita, y nos conectamos con la mirada como lo hacíamos con los genitales.

Entonces, gracias a esa afrodisíaca coincidencia, aceleré el mete y saca, y el toqueteo en sus testículos para hacer que eyaculara mientras sus manos agitaban mis caderas en un vaivén trepidante.

Su gruñido retumbó en la habitación y caí fulminada en su pecho que perlaba de sudor… Y nuestro fiel amuleto yacía a un lado de ambos cuerpos cumpliendo su objetivo.

Google News - Elgrafico

Comentarios