Bebió mis jugos

Sexo 12/04/2017 05:00 Anahita Actualizada 05:05
 

Descendimos del autobús en el que arribamos a Yautepec derritiéndonos de calor. Y no precisamente por el clima inclemente, ya que nuestras manos inquietas no pararon de sobar las zonas del cuerpo que nos brindamos un tanto discretos uno al otro durante el viaje en carretera.

Sofocados, tomamos el primer taxi para que nos llevara al hotel especialmente elegido por la piscina bien grande donde poder zambullirnos. Pero antes, al llegar al cuarto para aventar sobre la cama las mochilas con lo indispensable para un fin de semana, nos dejamos caer nosotros también.

Sus dedos ya se habían internado en mis nalgas, mientras yo abría la puerta, así que la insensatez se estaba fraguando y ambos torrentes sanguíneos a nada de explotar.

Jadeantes y gozosos, revolcamos el edredón tejido a mano en colores vivos con un gran calendario azteca y nos envolvimos en una afrenta que nos hizo desahogarnos del calor extenuante como si una furia nos entregara a las fauces de la lascivia.

Los ladrillos rojos de las paredes enaltecían el ambiente escarlata y esas vaporosas cortinas ondeaban igual que una ovación por nuestra proeza de quitarnos la ropa en tiempo récord. Como pude, mientras chupaba sus labios, dándoles pequeños estirones, alargué mi brazo hacia el ventilador y lo encendí para refrescar un poco las carnes mojadas.

Isra, con las piernas abiertas, hincado y sobre mí, mostrando sus muslos tensos y velludos que no pude evitar apretarlos, sonrió cínico y sexy a la vez que introdujo sus dedos en mi vagina. Meneó suave y con ritmo, al tiempo que rozaba su pene rígido y moreno en el nacimiento de mi raja.

Poco a poco, su risa se esfumó y una seriedad que rayaba en lo perverso se apoderó de esa cara de nariz chata por los golpes que da y recibe poderoso sobre el ring de boxeo.

Tal gesto provocó que mis jadeos se intensificaran sin que él se detuviera en el escarceo de mis adentros y elevé mis caderas como ofrenda a su habilidad dactilar para que me la metiera; ya no podíamos esperar más.

Me tomó de la cintura, me arrimó a su centro, se ensartó de un solo movimiento y en mi piel de donde él se sujetaba para el bombeo entusiasta, dejó el rastro acuoso que había recolectado con sus dedos. Se detuvo, salió de mí y por el frenesí que le causa siempre mi copiosa humedad barnizando su falo, comenzó a masturbarse sin dejar de mirarme poseso de lujuria.

Mi vista era espectacular;  su pecho ancho y fibroso se hinchaba  de respiraciones que avisaban su venida; sin embargo, nuevamente interrumpió sus actos y bajó felino a lamer mi núcleo que estaba en punto de ebullición.

Afianzado a mis muslos, me observaba desde allí, desde mi sexo, y sus ojos se entrecerraban en cada succión y en cada beso como si fueran mi boca misma con la que se deleita, y yo, qué podía hacer, sino convulsionarme de puro placer.

“Amo que te mojes tanto”, repetía y repetía con la voz que tropezaba con mi carne humectada con mi zumo y su saliva; “es que así me pones”, le contestaba desgarrando la colcha azteca con una mano y revolviendo su melena empapada con la otra.

Ascendió por mi cuerpo hasta mi cuello y se hundió en mi cabellera, mientras acomodaba su trozo para volver a entrar, deslizando sus muslos en los míos, su vientre en el mío y su torso en mis pechos igual de sudorosos y calientes sin parar de musitar en mi oído “cómo me gustas, cómo me gustas”, resbalando por mi piel de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba…

Mi punzante orgasmo que irradió en toda mi humanidad le indicó cuándo desenfundar su miembro y empezó a consentirse otra vez admirando el jugo que se desbordaba de mi carne viva… Por fin, su deslechamiento antes contenido se hizo presente, al tiempo que Isra emitía gemidos que sólo un campeón lanza por el éxtasis del triunfo.

Recostado en mi entrepierna y jugueteando con mi pubis, comenzamos a organizar nuestro fin de semana, poniendo como plan inicial lanzarnos a la alberca y tomar unas cervezas bien frías para acabar de apaciguar el calor.

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