Mi lujuria en camisón

08/11/2017 05:19 Actualizada 08:04
 

Hay rituales que a veces nos inventamos para poder transformar un ambiente común o estado de ánimo, en el entorno y actitud más inspiradores sin importar el rincón de nuestra casa.

Y yo, para escribir con fluidez, requiero de ciertos recursos que incluyan aromas, sabores y los bellos recuerdos de esos amantes que marcaron mis días para así perpetuarlos.

En estos detalles, hay algo infaltable. Dentro de mi guardarropa, tengo prendas hermosas y entre ellas una en particular: un escurridizo y sedoso camisón que envuelve mi cuerpo luego de haberlo lavado con jabones fragantes y suavizado con aceites relajantes.

No lo sabes, pero hay texturas que pueden hacer la diferencia entre la simple comodidad y la irreverente sensualidad; yo siempre he preferido la segunda, y como la seducción femenina empieza por una misma, cada noche de escritura, me dispongo a consentirme para excitar al espacio en blanco, que algunas veces se resiste como un pretendiente remolón.

Hubo una noche en la que intenté el romance, pero nomás no nacían las ideas; entonces, al día siguiente y por la calle, al pasar por un aparador, ahí estaba esa belleza hecha prenda íntima que se convertiría en mi aliada. Qué curioso, nunca la he usado para conquistar a algún galán…

Estrenarlo fue una de las vivencias más sublimes que he tenido. Sentir deslizarse por mis extremidades sin que ninguna otra prenda interrumpa su viaje siempre resulta en una caricia suntuosa y desinteresada.

El fino encaje que enmarca mi escote parece un tatuaje de lo bien que se funde en la dermis, que no somete a mi cuerpo, el cual se mueve libre y disfruta de los roces de la tela lustrosa.

Su disoluta transparencia me incita a mirarme frente al espejo de mi baño. Las gotas de agua que caen desde las hebras de mi pelo después de ducharme mojan pequeños fragmentos del camisón, enalteciendo mis pezones que se yerguen por el frío, y me doy cuenta de que este es el arranque de la excitación perfecta para empezar a escribir.

La casa huele a sándalo; mi cuerpo, a vainilla, y yo de pie observo la pantalla de mi computadora mientras meneo el vaso con gin tonic que perlea en la superficie, gracias a los hielos que tintinean en el movimiento. Tomo un trago largo y me tecleo.

Con pequeñas variaciones cada noche, cada paso del proceso siempre me lleva a un mismo lugar… Entre línea e idea, mis dedos hurgan recreando el recuerdo. Mis muslos son los receptores de las primeras caricias.

Mi entrepierna se eriza y la tanguita a juego con el camisón roza rico en mi carne cuando espontánea contoneo mis caderas sobre la silla de trabajo mientras bebo más ginebra que está a punto de extinguirse.

Después del escarceo y lanzar un par de párrafos más, no aguanto y debo irme, ya que las caricias y el fuego de aquel encuentro que he revivido por escrito no me dan otra opción más que la de dirigirme a mi cuarto y tumbarme en la cama.

La prenda cómplice sigue en mi cuerpo; es como un gran pétalo de la flor más mimosa que palpa mis senos, mi vientre, al tiempo que una mano consiente mis nalgas y la otra ya fue más adentro.

El coqueto triángulo de la tanga aún cubre mi pubis, en donde froto amorosa como lo hizo el amante que crece en esa hoja a medio redactar, que espera en mi escritorio. Rememoro las frases que me dijo frente a frente mientras me penetraba y trato de guardarlas hasta que acabe esta álgida parte del rito creativo. Ya boca abajo, me quito la braga y mi centro jugoso se frota en la colcha, la bata desgasta mis tetas y el goce interrumpe a la mente que intenta darle forma a la historia entretanto. No quiero pensar, sólo puedo gemir porque el orgasmo está a punto de arribar, y es así como un jadeo retumba en mi garganta y el meneo involuntario de mi núcleo acompaña a la cresta que desciende en mi interior…

Me levanto encandilada y deliciosamente sedada, voy a la cocina para servir otro trago y, más que lista las palabras fluyen como esos líquidos orgánicos que acompañan cada encuentro…

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