Desnudos al sol

Sexo 01/03/2017 05:00 Anahita Actualizada 05:00
 

Tumbada en un camastro, las olas danzaban frente a mis ojos. La razón por la que elegí ir a Zipolite fue meramente estética, pues el tono de mi piel pedía a gritos un bronceado parejito y espectacular.

Así que en mi primer día de visita, me aventé a quitarme el traje de baño y quedarme totalmente desnuda como los que iban y venían sobre las arenas oaxaqueñas sin más propósito que el de gozar el desenfado que esa bella playa nudista nos permite.

La inevitable contemplación de los cuerpos dorados de féminas y hombres nativos y turistas se traducía en libertad, en una paz y certidumbre que en la ciudad es imposible lograr.

Así que sin otra intención más que la de disfrutar como una gran comunidad homogénea, a pesar de las distinciones físicas, mi convivencia con un guapo michoacano se dio espontánea.

Su cuerpo naturalmente moreno se abrillantaba aún más con los rayos del sol y las gotas de mar se transformaba en lupas diminutas haciendo que destellara con luz propia.

Cansado de haber nadado por largo rato, llegó a recostarse en el catre aledaño y me sonrió mientras se secaba con una toalla. “¿Tu primera vez?”, cuestionó como clara conclusión por mi palidez evidente; asentí con la cabeza y le di un trago a mi cerveza.

Tomó la suya y me ofreció un brindis, “por la libertad”, celebró mientras chocábamos las botellas y me hacía un guiño. Se puso los lentes oscuros y cruzó las piernas para seguir en el reposo. 

No pude contenerme y lo admiré de la cabeza a los pies, regresando al centro de su cuerpo con mucha discreción. Su miembro relajado y su rostro de frente al cielo me recrearon ese tan peculiar momento en calma de un hombre después de los efluvios de un orgasmo.

Inconsciente, imité la actitud y suspiré. De reojo noté su mirada y me dijo su nombre: “Raúl y soy de Morelia”. Decidida, le di la mano, me presenté igualmente e iniciamos la plática. Quedamos para vernos más tarde.

La Luna no le pedía nada al astro rey aquella noche. Rodeando una esplendorosa fogata, departimos con vino y sonidos de tambores. Y al fragor de la velada que a cada minuto se convertía en un ritual de erotismo, bañados de brisa y de la incandescencia del fuego, nos besamos pausados y cachondos. Queríamos volver a mirarnos sin ropa.

Apartados de la efervescencia nocturna, una hamaca amplia y fresca recibiría a Raúl nuevamente desnudo para que a su vez, él me recibiera a mí también despojada de lo que en esa playa está de sobra.

Ahora, su pene no era ni la sombra de aquella laxitud con la que descansaba cuando ese chico de lindos ojos se presentó horas antes. Sentado sobre la red con las piernas abiertas y los brazos de par en par, me ofreció su erección tan firme como el tronco de una palmera.

Tomé el condón, se lo puse con la boca y su carne emitió pulsaciones que hicieron que yo lubricara copiosa. Mi vagina también punzante se deslizó lentamente cubriendo su falo y comencé a cabalgar mientras su lengua daba vueltas alrededor de mis pezones.

Su piel suave, sus manos callosas, esa voz profunda como el océano que sonorizaba nuestro encuentro y su falo ardiente como la leña que daba vida a aquella fogata hacían que mi cuerpo se moviera sin conciencia y con espasmos cada vez que la punta de su pene chocaba en mis entrañas.

Los sudores hacían que nos resbaláramos deliciosamente uno encima del otro, hasta que, sin darnos cuenta, ya estábamos en el suelo sobre un tapete bellamente tejido y colorido que adornaba la cabaña para seguir penetrándome y gemir al unísono.

La mañana apareció. Tirados sobre el piso, con las pieles rozadas por el yute y aún más por nuestro frenesí, decidimos bañarnos de agua salada,  así que sin convencionalismos salimos desnudos y nos zambullimos en el mar.

El contoneo del oleaje excitó nuestros sexos tan juntos por el abrazo. Con mis piernas entreabiertas atrapé su miembro y comencé a masajearlo con mis muslos,  mientras me sostenía fuertemente de su espalda.

Su boca buscó mi boca y empezamos el rito impetuoso; volvió a clavarse en mi raja y otra vez reventamos en orgasmos ahora de sal y leche sin separarnos a pesar del potente latido del océano Pacífico.

Ya sobre los camastros y secándonos con el sol de las 6 de la mañana, volví a contemplar su cuerpo tranquilo y tostado. Y pensar que ese pene laxo y en paz puede volverse un volcán en contante erupción…

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