El fin de la epidemia sexual

23/01/2016 11:12 Actualizada 11:12
 

Atrapado en una casa con los pocos vecinos que no habían sido infectados con una extraña enfermedad que convertía a la gente en depredadores sexuales, Benjamín Berrugandi ya había maquinado un plan de escape que lo llevara fuera del Condominio Horizontal mientras lograban contener la epidemia. 

Afuera de la casa, mujeres y hombres enloquecidos buscaban encuentros placenteros con el primero que se les pusiera en frente aunque a estas horas, luego de dos días de que brotó la enfermedad, los afectados ya sufrían síntomas de deshidratación y cansancio crónico. 

Benjamín, como miembro activo de Protección Civil, había salido de peores circunstancias que ésta, así que preparó a los vecinos para una huida por las alcantarillas a las que era posible acceder por una trampa de la cocina que conectaba con el sótano y de ahí a un corredor lleno de tubos y válvulas que los llevaría al otro lado de la reja que limita al condominio. 

Luego de organizar el escape, sólo quedaban él y Maritza, el primer amor de Benjamín, pues ésta era la casa de ella. 

—Todos están a salvo, no te preocupes —dijo ella. Benjamín no podía dejar de notar el vestido corto de una sola pieza ni las botas altas que le daban a sus piernas un atractivo impresionante. 

—Tengo que sacarte de aquí también —dijo él—, perdido en la mirada de ella, en su cabello largo color del trigo que le caía sobre los hombros. Era evidente que ya no era la chica que conoció en sus veinte, ya había arrugas y dolores varios anidados en ese rostro, pero con todo y eso le seguía pareciendo la mujer más atractiva del mundo. 

—Bueno, la verdad es que… yo no puedo irme —confesó Maritza. 

—Pero, ¿por qué? Afuera nos esperan los equipos de rescate, estarás bien…

—No, lo siento, mira, antes de que todos los vecinos vinieran a refugiarse a mi casa, un hombre desnudo salió de la nada y me mordió el brazo. Quería más que eso, por supuesto, pero me lo pude sacar de encima. Ese hombre estaba infectado y, pues, ahora yo también —Maritza le mostró su brazo a Benjamín. —No puede ser. 

—Lo siento, lo mejor es que te vayas antes de que la infección empiece a afectarme. Luego ya no sabré lo que hago y terminaremos en la cama. 

Benjamín sabía que era cierto, que no había otra solución, pero aún así tomó a Maritza de la mano y subió con ella a la recámara.

—No me importa lo que me pase, no volveré a perderte —dijo él, por primera vez en su vida seguro de lo que quería, olvidando años y años de mantenerse a salvo porque, al final, había sido un cobarde y nunca se había arriesgado a nada. Y ya era suficiente.

Maritza no opuso resistencia. Ella también se arrepentía de no haber seguido sus sueños y se dejó quitar el vestido. Benjamín, ya sin ropa, se sentó en la cama y atrajo hacia sí a Maritza quien abrió las piernas para acomodarse encima.

En cuanto se unieron sus partes húmedas, ella sintió el miembro de él metiéndose hasta sus entrañas más profundas y no ahogó un gritó de placer. Él sintió la humedad de ella mientras se abría paso por los pliegues candentes y sintió también cómo la infección se apoderaba rápidamente de su mente.

Pero ya no importaba nada. Conforme iban follando, él sobre ella, ella sobre él, de pie contra la pared o en cuatro patas, iban perdiendo la noción de la realidad, en sus mentes sólo existía esa sensación de placer ilimitado y de haber reencontrado el amor muchos años después de haberlo perdido, porque tuvieron la oportunidad de haber pasado la vida juntos, hace 20 años, pero ella se arrepintió y él no fue valiente y no peleó por ella. 

Y así cayó la tarde. Benjamín y Maritza follaron sin parar durante seis horas, se lamieron, se chuparon, se mordieron, se movieron como locos, bebieron de la boca del otro sin saciarse nunca y, para terminar, ella abrió las piernas, de pie, contra la pared, se colgó de un cancel y flexionó hacia atrás las nalgas para que así, en el aire, Benjamín la hiciera suya y le encajara toda su hombría ayudado por la gravedad, luego, después de entrar y salir muchas veces, lubricado y energizado por la melancólica enfermedad, terminaron juntos en un solo grito que resumía una espera de años y un amor verdadero mientras afuera entraban los primeros hombres con trajes especiales e inyectaban a los vecinos, locos de sexo, con un antídoto desarrollado a partir del veneno del alacrán de Durango. La epidemia había terminado.

 

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