Mensajes celestiales

31/10/2014 05:30 El Hijo del Santo Actualizada 23:44
 
Cuando entré a su despacho, sentí claramente su presencia. Era como si él estuviera ahí, sentado en su sillón frente al escritorio, su lugar preferido para escribir, leer, cantar y grabar su voz en la vieja grabadora de carretes.
 
Lo más impresionante era su olor, ese olor que estaba impregnado en todo el lugar y que era aún más intenso en su ropa y en sus máscaras.
 
Mi padre había fallecido recientemente, un domingo 5 de febrero de 1984, y era algo que aún no podía asimilar. ¿Sería ésa la razón de sentir su presencia en ese lugar después de su deceso?
 
Cuando todo estaba en silencio, un fuerte golpe se escuchó detrás de mí. Volteé  y vi un cuadro tirado en el piso, que se había caído de la nada.
 
En ese momento me espanté bastante y mi primera intención fue salir del lugar. “Es  inútil”, pensé, ya que tarde o temprano yo sería el encargado de organizar y guardar cada fotografía, cada trofeo, cada recuerdo y cada  uno de los múltiples objetos que El Santo dejó en mis manos. ¡Noté cómo los vellos de mis brazos continuaban erizados y  me persigné!
 
Tomé el teléfono y le dije a mi hermana mayor lo que me había sucedido. Ella radica en la bella población de San Miguel de Allende, Guanajuato, y  cuando escuchó mi relato hizo como que no me creía. Luego, como si alguien nos escuchara,  me comentó en voz baja: “¿Sabes que pasó lo mismo el sábado aquí en la cabaña?”. Ella vive en una casa toda de madera a la que llama “la cabaña”. 
 
Me platicó que Tinieblas había ido a luchar a San Miguel, contratado por  mi cuñado José Báez, quien realizaba funciones de lucha. Lo habían invitado a comer a su casa y  toda la charla se enfocó en anécdotas y recuerdos en relación a El Santo. De pronto, y sin que nadie se moviera de sus respectivas sillas en el comedor, un cuadro cayó al piso y el cristal se hizo pedazos. Ese cuadro guardaba celosamente una fotografía de El Enmascarado de Plata.
 
Ambos, mi hermana y yo, llegamos a la conclusión de que mi padre nos quería decir algo. 
 
Pasó el tiempo y después de un arduo trabajo me mudé de casa y logré colocar en un nuevo espacio todas sus pertenencias. Guardé desde sus rastrillos y cepillos de dientes hasta periódicos y todo tipo de papeles. 
 
Para mí todo lo que tocó mi padre es importante, ya que contiene  su esencia. Hoy, en este lugar al que yo he bautizado como  “El Santuario”,  se escuchan ruidos y el piso de madera truena como si alguien caminara sobre el mismo. Y no lo digo yo, mis hijos y mi esposa lo han escuchado claramente. ¡Ya no me da miedo; ahora cada vez que escucho algo evito el miedo y le pregunto ¿Qué me quieres decir papá?
 
¡En otra ocasión su mensaje fue muy claro! Vino a “El Santuario” un reportero a realizarme una entrevista y fotografió un busto de la máscara de mi padre, que está hecho con yeso y no tiene ningún tipo de rasgos físicos, sólo sobresalen la nariz, la boca y las cuencas de los ojos. 
 
Lo impresionante fue que cuando él reveló la foto al día siguiente, me llamó alarmado para preguntarme si el busto tenía ojos. “¡No!”, le contesté con seguridad. “Sólo tiene los huecos”. 
 
Ese mismo día, a media noche, me esperó afuera de una arena de luchas y cuando salí me mostró la fotografía. Cuando la vi no daba crédito:  aparecieron claramente las comisuras, mientras que sus labios y sus  pestañas y  ojos se veían totalmente abiertos.
 
Entonces llegó a la conclusión de que el mensaje que me quería decir era: ¡Abre los ojos! Abre los ojos ante todas las situaciones que están pasando alrededor de tu vida, —así lo hice, por eso tomé decisiones drásticas—, pero la impresión de esa foto hasta hoy la tengo presente.
 
Este tipo de situaciones son comunes dentro de “El Santuario” y la explicación que encuentro más lógica es que en este mágico lugar se encuentra su energía impregnada en cada una de sus pertenencias. 
 
Definitivamente sé que él está aquí entre sus pertenencias, que un día pondré en un museo que llevará su nombre. Ahí descansará su espíritu entre sus ropas, capas, máscaras, fotos, carteles, cartas y todo lo que un día le perteneció y que me dio personalmente para que  lo conservara y que compartiré con ustedes. 
 
Yo sé que el espíritu de mi padre se encuentra aquí. No puedo dejar de recordar que un día como hoy —31 de octubre,  pero de 1982— gané mi primera máscara en Martínez de la Torre, Veracruz,  al desenmascarar a  Pierroth (no confundirlo con Pierroth Jr.). Nos leemos la próxima semana para que hablemos sin máscaras.

 

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