De mi pezón salía vino tinto

28/10/2015 04:30 Anahita Actualizada 11:49
 
Eran como las diez de la noche y caminábamos por la Alameda Central. Dejamos el Salón Palacio ya servidos de cerveza y a ‘T’ se le ocurrió tomarme una foto en una de las bancas. Me senté, él abrió dos botones de mi blusa, y luego de comerme a besos que avisaban el sexo impulsivo que tendríamos al tocar tierra firme, agarró mi mano derecha para introducirla entre mi seno izquierdo y la copa del brasier.
 
Ya enganchados mis dedos en mi pecho, jaló de mi muñeca para hacer salir el pezón y así quedar expuesto ante su cámara. Sentir mi propia areola dura me puso más a tono. Atontada por el alcohol, eché mi cabeza perdida hacia atrás mostrando mi cuello, a la vez que aspiraba encantada el aroma a Huele de Noche tan recurrente en el DF. Sacó la foto, ni me di cuenta, pero sí sentí el lengüetazo que plantó en mi yugular y comencé a lubricar. “No hay cervezas, tengo vino en mi casa, a ver si no nos cruzamos; así que si quieres pasamos por un six... Pero ya me imagino lo rico que debe saber tu pezón bañado en Malbec”.
 
Aún guardo la imagen que captó esa Polaroid, ya vieja allá en el 2001, y cuando la veo, vuelvo a lubricar.
 
Llegamos a su departamento y me tiré en el sofá marrón como el vino que descorchó con gran habilidad a pesar de la borrachera que se cargaba. Todo me daba vueltas, necesitaba refrescarme, así que desabroché los botones que faltaban para deshacerme de la blusa y me percaté de que mi seno se había quedado como se veía en la instantánea. “Quítate todo menos el brasier”, me decía mientras servía el licor en dos vasos de vidrio; yo seguía las instrucciones e intuí que la frescura no sólo me la darían los ventanales que ‘T’ había abierto al notar mi calentura; bebió el vino tinto, contuvo el trago y se acercó para compartirlo abriendo mi boca con sus dedos. 
 
La mezcla del sabor a mi sexo en sus yemas, que ya habían entrado en mi vagina cuando me ayudó a zafarme la tanguita, y el vino frío me incitó a bajar su boca hasta mi pezón para que comprobará lo que imaginó en la Alameda. Pero no me conformé con la humedad de su saliva mojándolo todo y le di la botella para que la vertiera poco a poco en mi piel que empezaba a erizarse. Me quitó el sostén y él continuaba con la ropa puesta; así recordé esa máxima que dice que los hombres se saben superiores sin desvestirse y adueñándose de nuestra desnudez expuesta, bien dispuesta y enterada de la lasciva contemplación ante los ojos de ese voyerista que se frota el bulto que está a punto de estallarle. Le di gusto, aunque después me abalancé sobre él, y le arranqué la camisa y el pantalón para arrebatarle el poderío y ordenarle con mis piernas, atrapando su cadera, que me penetrara de una vez por todas sin parar de bebernos.
 
Mis cuencos naturales contenían el caldo dulce; mi ombligo, mis clavículas, hasta las palmas de mis manos, de donde él bebía sumiso el cáliz que enardecía los sexos. Unas gotitas cayeron en mi vagina y las sorbió de inmediato desde mi pubis, hasta mi carne viva; volvió a clavar su pene y cuando explotó en el orgasmo, una combinación rosada untó nuestros genitales como la pulpa de una fruta fresca.
 
Las bocas seguían siendo el vehículo que llevaba el licor para dejarlo correr por los cuerpos macerándose con el destilado de la uva; ya no sabíamos si era sudor o licor, pero no perdíamos el tiempo en distinguirlos y nos lamíamos uno al otro como gatos cariñosos, mientras él chupaba ansioso hasta que el pezón izquierdo comenzó a gotear Malbec.  A partir de entonces, cumpliendo el ritual desde cualquier parque de la ciudad, nunca nos faltó el vino y la carne.

 

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