#SOYPÚRPURA

28/05/2015 23:35 Redacción Actualizada 22:25
 
Diego (19 años) espera impaciente en la explanada de Bellas Artes. Las manos no hallan lugar y se mira y se mira en el reflejo de su celular, acomodando cada cabello para cerciorarse de verse bien. Hace dos semanas conoció a Fernando en una librería. Ambos buscaban el mismo libro. Uno estudia Comunicación en la UNAM y el otro en la Ibero. 
Se han llamado varias veces por teléfono y se han dicho cuánto se gustan. Hoy es la primera cita.
 
Fernando (20 años) lo abraza por detrás, mientras le entrega una rosa roja le pide disculpas por el retraso y culpa al tráfico de la ciudad.  Se encuentran los ojos, se ansían los labios, se estrechan los cuerpos y sube el calor. Caminan por la Alameda y se ríen de todo y de nada. 
 
Diego es el guía y le explica algunas cosas del Centro Histórico. Fernando no conoce bien esta parte de la ciudad. Vive en Santa Fe, y allá, es otro mundo. Sus sentidos están atentos y goza cada palabra que pronuncia su hermoso acompañante. 
 
Diego se ruboriza un par de veces cuando Fernando le roza las nalgas con la mano. “Me encantas”, le susurra al oído. Ambos sienten que bajo las braguetas algo crece y no lo pueden o no lo quieren evitar.
 
Compran un par de helados, un libro para Diego, algunas fotos, una funda para lentes, un llavero y una camiseta con la figura de Emiliano Zapata impresa.
Fernando no se aguanta y de pronto le planta un beso que no ofrece resistencia. La gente no hace caso y siguen su camino. El mundo gira, nada cambia en apariencia. El mundo de ellos dos sí ha cambiado. Sólo existen ellos, lo mucho que se gustan y lo más que se desean.
 
Fernando ha conseguido un depa atrás de la Embajada Americana y tienen dos horas para disfrutarlo. Corren como quien busca la olla de oro al final del arcoiris.
La entrega es absoluta. Plena. Sin límites. Sin miedos. Sin cobardías. Sin prejuicios. Sin obstáculos. Es ahora, sólo los dos y sus miradas profundas.
 
Se tocan los rostros, se jalan el cabello, se tocan las nalgas, se bajan los cierres. Ah, cómo estorba a veces la ropa. Dos volcanes estallan, dos corazones se funden, dos mundos coinciden y dos almas se reencuentran. 
 
Silencio. Ojos que buscan más allá. “No me dejes nunca”, suplica Fernando. “Nunca lo hare”, promete Diego.
 
Cada uno entra a su casa como flotando en el aire. Diego solo escucha como a lo lejos que su mamá le recuerda que hay que sacar la basura y que hay que meter la ropa que está en la azotea. Hace todo de manera automática.
 
Fernando encuentra en la barra de la cocina un sándwich, ya frío, que le preparó su nana —que ya se fue a descansar—, y una nota de su mamá diciendo que está en una cena con amigas. Nada de eso le importa. Ni hambre tiene y le importa un pito si está o no está su mamá.
 
“Aún siento tus labios, tus muslos, tu espalda dura y curva. Tus dientes y tu manera de tocarme. Nunca me había enamorado como lo estoy de ti, y no pensé que se sintiera tan bonito. Ojalá que no despierte nunca de este sueño que me regala tu amor”, le escribe Fernando a Diego.
 
Ellos tienen  una nueva historia. Su amor, aunque es de dos hombres, también cuenta. Son cursis, son cachondos, son cabrones, son chistosos, son atrevidos, son rebeldes, son coquetos entre ellos, son amigos, son amantes, son dos hombres enamorados. 
 
¿Y quién dijo que no se puede?
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