“Marcó mi sexo con rojo indeleble” | EL OBJETO DEL DESEO

21/10/2015 05:30 Anahita Actualizada 15:19
 

Aprendí a besar consintiendo mi rodilla derecha; hasta le tomé cariño cuando tenía algo así como 14 años.

Pero una amiga me dijo que era medio incómodo y que mejor lo hiciera frente al espejo, conmigo misma, que si bien a través de mi rodilla también era ‘amarme’, confrontarme resultaría más excitante. “Verás que hasta sientes que estás con alguien de verdad”. Cuando me animé, lo hice antes de salir de fiesta y ya llevaba el bilé en la boca. Con cuidado de no despintarme, acerqué los labios parando la trompita; me alejé y miré la huella carmín. Prometí que continuaría las lecciones cuando no me molestaran tocando la puerta del baño.

Un día, con tiempo y sin prisas, antes de bañarme y desnuda, me maquillé los labios (pues me vería más bonita para quien recibiera mis besos) y comencé la contienda con la aprendiz. Ya no eran sólo labios e incluí la lengua, jadee para que el vaho hiciera más real el encuentro, y al notar que todo eso resultaba muy cachondo, no pude contenerme y empecé a tocarme.

“Olvidé cerrar la regadera, pero esto es más importante”... Amasé mis senos, acaricié mis nalgas, masajeé mi pubis y mi boca no paraba de besarme embarrando el espejo de rosa mexicano. Seguí hasta acabar y cuando estallé en el orgasmo, observé mi rostro tenso e iluminado por esa adolescente explosión clitoriana. Fue cuando supe cómo me iba a ver el hombre con quien tuviera sexo de verdad.

Pictórico. ‘F’ era pintor y me decía que el rojo me iba mejor que el color melocotón, que hacía juego con mis tacones de charol cereza y que no le importaba que le explotara en la boca, luego de restregarnos los labios aunque fuera en pleno vagón del Metro.

“El atasque está bien, pero déjame limpiarte, que parece que comiste betabel”, le decía mientras sacaba el pañuelo y lo pasaba por la mancha. Una cajita de polvo corrector resolvía el desastre en mis labios y volvía a dibujarlos con el coral intenso. También le excitaba verme maquillarme.

Le gustaba trazar rutas en mis senos y mi vientre con mis labiales de cualquier color cuando cogíamos y yo me ponía encima de él; así le era más fácil pintarme círculos, relámpagos o lo que espontáneamente crearan los contoneos de mi cadera montada en sus genitales. Arriba y abajo, rectas. Adelante y atrás, puntos. Ochos infinitas, curvas. No había duda de que la bizarra obra le ponía el pene mucho más firme que el lápiz labial.

Era el relato de nuestras colisiones sexuales. Rítmicas, románticas; también impresionistas y esquizofrénicamente pasionales. Los trazos revelaban cada historia que se fraguaba en su cama. Y si sudábamos, el líquido se mezclaba con el tinte y los paisajes se copiaban en su pecho al abrazarnos cansados.

El cosmético era necesario en nuestras vidas, así como un gran espejo vertical recargado en la pared a ras de la alfombra; y como en los tiempos de secundaria, yo me ponía frente al cristal y comenzaba a besarlo, mientras mi artista me tenía en cuatro y me embestía cadencioso al tiempo que las huellas de pigmento y saliva rubricaban el reflejo de los dos, trabados por su falo en mi trasero. Yo lamía y restregaba mi labial en el vidrio mercuriado, a la vez que ‘F’, en vigorosa penetración, me ordenaba con jadeos que volviera a ser esa adolescente aprendiendo a besar… Nunca pensé que un lápiz de labios fuera tan importante para un hombre, ese pintor que marcó mi sexo con rojo indeleble en la memoria. A partir de entonces, maquillarme se convertiría en un ritual más allá de ser vanidosa.

La última vez que nos vimos, mientras dormía, le dejé un mensaje en el espejo con mi labial: “Gracias”, y le planté un beso a mi reflejo.

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