LA BANQUETERA

18/07/2014 03:30 Tanya Guerrero Actualizada 01:36
 
El nieto del ancestral dueño de este lugar, dice que aquí no hay magia. Pero si observas con cuidado verás que sí.
Había una vez un hombre que a las afueras del barrio de Huipulco manejaba un expendio similar a una tienda de raya. Su nombre era Tomás Jimenez y era el año  1936.
 
 El establecimiento de Tomás quedaba justo en el paso hacia los pueblos del sur de una joven ciudad que crecía: San Lorenzo Huipulco, lugar plagado de historia rural. 
 
De esta tienda, la gente hizo un centro estratégico de reunión y descanso. Obreros, amas de casa, campesinos y uno que otro zapatista, pedían a crédito el arroz, frijol, chorizo y aceite en cuarto, anotando en una libreta su nombre y ofreciendo sólo su palabra a cambio, de que pronto pagarían.
 
Además de mantener una tienda, este hombre era conocido por disfrazarse de monje para el carnaval del pueblo y fue tanta la fama de su atuendo que con el tiempo las personas comenzaron a llamarlo:  El Monje Loco. 
 
Nadie sabe cuándo fue la primera torta que las manos del monje prepararon, pero lo que sí saben es que fue tan dadivoso en hacerla, que desde entonces la gente preguntaba por ellas y las comenzó a vender.
 
Tomás cortaba trozos completos de queso canasto y los enfundaba en el pan junto con el queso de puerco, jitomate, cebolla, chile y aguacate. Todo en grandes porciones.
 
Por generoso y por tener buena mano sobre las tortas, la tienda de El Monje Loco con el paso del tiempo se convirtió en la mejor tortería de la zona. Y con esa magia, 78 años se ha mantenido. 
 
El secreto del sabor, la forma de preparación y los ingredientes, han pasado de generación en generación. La gente viene a comer aquí, queriendo algo preparado como en esas épocas de antaño.
 
“El que inició el negocio fue mi abuelo, junto con  mi tía.  Mis hermanos y yo desde niños venimos a trabajar aquí. Mi mamá fue la única hija de Tomás y ahora somos los nietos quien estamos atendiendo”, dice Federico Rodríguez, quien orgulloso de esta tradición, muestra un cuadro de lo que en 1945 era ya conocida como Tortería Monje Loco. 
 
De preparar un día una torta, a convertirse en el tortero del pueblo, para Tomás hubo sólo un paso y desde entonces se ha perfeccionado el sabor.
 
El Monje Loco ofrece tortas más grandes que la palma de una mano, pero lo interesante del tamaño no es precisamente su redondez, sino la cantidad de cosas con que están rellenas. 
 
Hay de paté, queso de puerco, queso amarillo, atún a la mexicana, jamón, pastel pimiento, quesillo y panela, a un precio módico pero con porciones inmensas. Comer una sola torta es sentir que estás lleno para toda la semana. 
Por si no fuera suficiente, el nieto del Monje agregó a la herencia dos especialidades, que son siempre las primeras que se acaban: La torta de carnitas y la de lomo adobado. 
 
Aunque en este lugar ya no se fía, la magia persiste. Estás frente a un sitio histórico que resguarda al interior de estos manjares, el sabor y la herencia. Una muestra de cómo un gesto de generosidad puede hacer perdurar la historia de tu vida por 100 años.
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