Jugada maestra

11/06/2014 03:00 Tanya Guerrero Actualizada 02:40
 
Cada segundo del día se la pasaba bebiendo. Pero dice que eso era antes. Una mañana como en los últimos diez años, sin dinero, sin trabajo y sin comer, caminó por casualidad frente a la Casa del Lago. Una decena de personas jugaban ajedrez. Se sentó desde las 10:00 de la mañana hasta las 7:00 de la noche viéndolos mover las piezas.
De pronto, en su cabeza escuchó un zumbido. Dice que su conciencia le habló. 
 
“Me dijo: ¿Ya ves cómo tú eres el malo? ¿ya ves cómo tú estás mal? Aquí nadie te invitó un trago, nadie te menospreció. Nadie te dijo nada. Fuiste uno de tantos”. 
 
Cuenta don Julio Soler que antes de conocer el ajedrez, cada peso que llegaba a sus manos iba directo a la cantina. “Si el día tiene 24 horas, yo me la pasaba bebiendo 30”. Ese había sido el motivo por el que su madre se fue de la casa, dejándolo sólo con una camisa de varios colores. “Si estaba mugrosa era negra, si estaba limpia era blanca y si estaba a medio tono podía estar hasta amarilla”. Ese día no lo puede olvidar. Fue cuando dejó de culpar al mundo.
 
Enseñando desde hace 28 años el juego que le hizo abrir los ojos, don Julio ha cumplido su palabra. Son mil personas a las que dice les enseñó a mover las piezas, por lo que tarda en recordar la cifra; podrían ser más. 
 
Es maestro de ajedrez en el Centro Cultural José Martí, en el Centro de la ciudad. Y aunque oficialmente lleva casi tres décadas a cargo del taller, llegó a trabajar aquí mucho antes.
 
 ¿Que por qué le gustó el ajedrez? Se vuelve una plática interminable. Para él este juego es como vivir; cuando no se tiene técnica, nomás se mueven las piezas para ver qué sale.
 
Nació en 1942, pero su edad se vuelve imprecisa cuando cuenta las historias que ha vivido. 
 
Él se cataloga como un hombre de los mil usos. “Yo era siete oficios, catorce necesidades”. 
 
Y mirando hacia el techo enlista todo lo que sus arrugadas manos han hecho después de querer salir adelante: mecánico doméstico, zapatero, vendepinturas, policía, panadero y ayudante de la imprenta que vio nacer el Teleguía. 
 
Con su aspecto bonachón y sus ojos pícaros, Julio diario abre las puertas del José Martí esperando a que lleguen las personas. Todavía sigue sentándose a ver cómo la gente mueve las piezas. Pero ahora, cincuenta años después, las mira con ojos diferentes. 
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