NUESTRO OFICIO

08/04/2015 06:00 Paola Ascencio Actualizada 04:28
 
Para Dagoberto Sandoval no hay mejor sonido que el de un rechinar, pues basta con escuchar el chillido de un buen lustrado, para darle  una nueva vida a un viejo zapato. 
 
Entre cepillos, grasa y un poco de jabón, su labor siempre está en hacer brillar el calzado de los demás.
 
Cuenta que su primer cliente fue a los seis años; a esa edad aprendió a bolear. Y aunque apenas lograba tomar el cepillo entre sus pequeñas manos, menciona que la dura disciplina de su padre le ayudó a fomentar el oficio que al día de hoy no ha dejado de practicar. 
 
“Mi papá me iba guiando y así fui aprendiendo el oficio del cepillo, me decía ‘échale aquí y allá’ y si no me ponía las pilas me regañaba. Pero fue bonito lo que hizo, porque yo sabía que era duro conmigo para que aprendiera bien”, menciona este hombre, que a sus 60 años mantiene la habilidad del viejo bolero.
 
Sentado sobre una silla de plástico sobre la banqueta y acompañado de su caja de madera y una vieja silla del mismo material, Dagoberto espera que llegue algún cliente a quien lustrar. 
 
Lo hace de la misma forma desde hace más de tres décadas, pues desde que murió su papá, colocó en el mismo lugar en donde aprendió el oficio. 
 
“Yo nací prácticamente en la esquina, mi papá ahí se sentaba y boleaba todos los días para darnos de comer. Luego crecí y él se fue a Atizapán con una mujer. Me fui para allá también pero en poco tiempo 'no me hallé' y por eso me regrese a este lugar”, cuenta Dagoberto, quien abraza los pies ajenos y los trata con cariño hasta hacerlos deslumbrar con su sonrisa y bajo el pulir de su gastado cepillo.
 
 También se apoya de brochas, grasas y paños  listos para usar. Los guarda en su antiguo cajón para lustrar, pero el verdadero equipo para bolear son sus viejas manos que a través de los años contienen aún el tacto y la destreza para abrillantar de buena manera un deslucido zapato.
 
Su equipo ya no es el de antes. Y es que la poca comida que ingería y la mala alimentación, lo llevaron a enfermarse del estómago. Las medicinas fueron muchas y la ganancia del boleo era poco;   fue hasta que le detectaron una úlcera gástrica que su moderna silla para bolear tuvo que ser  ofertada  para salvarle la vida. 
 
“Vendiendo mi silla pude costearme la enfermedad, salí de esa y ahora ya tengo la estabilidad para ir a checarme y llevármela tranquilo. Ya no pude comprarme otra pero aquí seguimos dándole duro aunque sea con la de madera y con ganas de trabajar”, añade este boleador que procura laborar de lunes a sábados de 7 de la mañana a 7 de la noche.
 
 A pesar de las dificultades, Dagoberto seguirá sentado en su pequeño lugar, como lo hace desde hace más de treinta años en la calle entre Morelos y Bucareli. 
Ahí, espera a que llegue algún zapato que reanimar y estará motivado a seguir trabajando en el oficio del lustrado.

 

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