Una casita donde todos caben

06/10/2014 23:52 Elizabeth Palacios Actualizada 23:53
 

En medio del bullicio de la zona centro de la ciudad, como un pequeño oasis, entre los árboles de un parque, se alcanzan a distinguir cuatro paredes pequeñas pintadas con colores que cuentan historias. Sus murales son imágenes de quienes le dan sentido. De las personas que en esa diminuta construcción han logrado hacer que quepa toda una gran comunidad de personas que han dejado atrás sus recuerdos y su tierra, para poder seguir viviendo.

Si uno camina desde el metro Centro Médico, por en medio del parque Ramón López Velarde, en la colonia Roma Sur, y se dirige hacia la calle Orizaba, lo primero que verá son algunas placas metálicas que tratan de explicar a la gente quiénes son las personas refugiadas y por qué han tenido que salir de la tierra que las vio nacer.

Son apenas unas cuantas frases, distribuidas a lo largo de un pequeño sendero que te llevará hasta una puerta negra pequeña, de lámina y vidrio. Es una puerta que, aunque a veces luzca cerrada, la realidad es que siempre está abierta, igual que el corazón de Daniel, coordinador del lugar.

Daniel Otero nació en Guadalajara hace 26 años. Su cabello alborotado y su sonrisa son los protagonistas de ese rostro amable que me recibe. Con ese mismo gesto, Daniel abre las puertas a personas de Haití, Colombia, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala y hasta El Congo, que integran la comunidad de La Casita de Refugiados.

Daniel me platica que éste es un proyecto que nació por iniciativa de la Agencia de la ONU para las personas Refugiadas (ACNUR) y de Amnistía Internacional (AI) México, organización donde él había sido voluntario desde que era estudiante de Relaciones Internacionales en el Instituto Tecnológico Superior de Occidente (ITESO).

El tema de la movilidad humana y la migración no le era ajeno, al contrario. Un año antes de llegar a La Casita, Daniel había estado viviendo tres meses en la Casa de la Caridad Cristiana, un albergue de asistencia a migrantes en San Luis Potosí.

Ahí pudo conocer de primera mano historias terribles que le cambiaron la vida. Historias de secuestro, extorsión, violación y muerte. Daniel contribuyó al registro de esas historias y a la integración de sus casos para ser presentados ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en un año histórico por la alta violencia que se suscitó en contra de las personas migrantes en México. Tan sólo entre septiembre de 2008 y febrero de 2009, según un informe de la CNDH, habían sido secuestrados en México casi 10 mil migrantes. 

Una fuerte depresión lo acompañó de regreso a Guadalajara. Daniel estaba confundido pues, aunque sabía que no quería trabajar en proyectos asistencialistas que lejos de empoderar a la gente sólo la cargan, tampoco quería alejarse del trato con la gente. Así comenzó a trabajar en la organización  FM4 Paso libre, que en ese tiempo estaba apenas haciendo un estudio sobre la viabilidad de construir un comedor para migrantes junto a las vías del tren.

Cuando vino al DF para hacer unas prácticas profesionales de medio tiempo, decidió que su tiempo libre lo iba a dedicar a seguir con su trabajo voluntario como defensor de derechos humanos. Se acercó a lo que ya conocía. Fue a las oficinas centrales de AI y ahí fue invitado a participar en el proyecto de La Casita de Refugiados.

El programa tiene como objetivo promover los derechos humanos de las personas en movimiento, de aquellas que tuvieron que salir de sus países de origen, que no pueden regresar y por algún motivo requieren de protección internacional. Un espacio de encuentro donde esas personas puedan sentirse dignas, respetadas y valoradas.

Sin embargo, la primera imagen que viene a su mente cuando le pregunto sobre lo que para él significó su llegada a este lugar, es la de un gran picnic. En ese verano, el de 2010, se organizó para la comunidad de la Casita de Refugiados, un paseo al parque El Batán, donde además de que cada quien llevó platillos para compartir, se organizó un pequeño torneo de futbol.

Daniel, que sin pena alguna confiesa que no le gusta ese deporte, supo al ver ese juego que La Casita de Refugiados era justo el lugar que había estado esperando. En esa cancha improvisada, donde adultos guatemaltecos u hondureños podían estar ayudando a niños pequeños del Congo o de Haití a anotar un gol, Daniel Otero vio la imagen que le gustaría de la humanidad. Un mundo sin fronteras, donde la gente se ayuda mutuamente, sin barreras de idioma, raza, color o condición social. Un mundo en paz donde todos quepan, como hoy caben todos en el corazón de Daniel.

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