Hay una epidemia de cabizbajos

OPINIÓN 30/05/2013 00:00 Actualizada 00:00

Los he visto en los parques, saliendo de la fábrica, caminando por esta y aquella banqueta, en los andenes del Metro, afuera de mi casa, saliendo del cajero automático, subiendo al microbús, allí donde está el Oxxo, en la fila del cine y hasta delante del espejo. La ciudad está llena de cabizbajos y pareciera que estamos a punto de una epidemia de tristeza.

Sí, los veo cada día por las calles, por todos lados, rumiando su tristeza, lamentando su mala suerte, quizá sólo pensativos o tal vez con muchas cosas en la cabeza, pero allí andan de un lado para otro, unos con calma y otros no tanto, hombres y mujeres que parecen ir mirando el suelo mientras desmenuzan aquello que les preocupa o lo que les atormenta. Son muchos, son tantos, sentados en una banca o caminando con pasos lerdos, que me da la impresión de que pronto nos contagiarán su tristeza. Y aunque estudios recientes juren que “el 85 por ciento de los mexicanos dicen tener más experiencias positivas que negativas en un día normal (sentimientos de paz, por ejemplo, contra preocupación o aburrimiento)”, todos sabemos perfectamente que una de las tácticas más recurrentes para evadirse es el autoengaño. Lo sé yo mismo, que siempre estoy intentando entretener a mis monstruos internos con montajes de bajo presupuesto. Y funciona un rato, pero tarde o temprano se rebelan los muy desgraciados. Y no hay terapias de intervención, ni borracheras, ni poemas o libros ni melodías, mucho menos antidepresivos que puedan maquillar tanta miseria en nuestro optimismo cotidiano. Y nos vienen como traje a la medida los versos melancólicos de Roque Dalton, ese poeta valiente que murió tan joven y tan desolado: “Mi dolor tiene cara de rosa,/ de primavera personal que ha venido cantando./ Tras ella esconde su violento cuchillo,/ su desatado tigre que me rompió las venas desde antes de nacer/ y que trazó los días de lluvia y de ceniza que mantengo./ Amo profundamente mi dolor, como a un hijo malo”.

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Basta ver los periódicos para enterarse de que las entrañas de esta ciudad son putrefactas, que las sonrisas no esconden la melancolía ni la tristeza. Por eso es que la gente se arroja a las vías del Metro, por eso es imposible no atormentarse ni dejarse caer cuando el futuro es un túnel oscuro y frío como el alma de los usureros, como los intereses de la tarjeta de crédito, igual que el maldito sueldo que nos pagan por un empleo de tiempo completo. Lo dicho, hay suficientes motivos, para sumarse a ese ejército de cabizbajos que rondan por las calles, que merodean el suicidio, que no encuentran razones para danzar bajo la lluvia. Los he visto por todos lados, con las manos en los bolsillos, con un cigarro en la boca, con la mirada opaca, con un rictus de amargura, con los pasos cansados, con los hombros soportando una pesada carga, con ganas de sentarse y mirar al cielo buscando aunque sea una respuesta a tantas cosas que les atormentan. Me he visto yo mismo, frente al espejo, con esta barba de tres días y los jeans gastados y estas ganas de encerrarme varios días esperando que se aplaque mi tristeza, que se me calme el fuego de los desesperados, que se me cansen los demonios, que se me acaben las ganas de mandar todo al carajo. No, yo no pertenezco a ese 85 por ciento de los que mienten cuando dicen que su cotidianidad está poblada de momentos de paz y sentimientos de armonía. No, yo no tengo calma, no tengo una colección de sonrisas, ni tantas ganas de brindar por los éxitos, ni mucho menos la mirada de una mujer que me alumbre las noches o que me diga en el silencio de sus brazos que todo va a estar bien. Yo lo que tengo es esta soledad, esta proclividad a caminar con la cabeza baja pensando tonterías que no remediarán nada, que no solucionará un carajo ni hoy ni mañana. Y sí, coincido con todas las letras que dejó Roque Dalton como testamento a los huérfanos de serenidad: “Desde ayer que te fuiste hay humedad y frío hasta en la música./ Cuando yo muera, sólo recordarán mi júbilo matutino y palpable,/ mi bandera sin derecho a cansarse,/ la concreta verdad que repartí desde el fuego,/ el puño que hice unánime con el clamor de piedra que exigió la esperanza./ Hace frío sin ti. Cuando yo muera, cuando yo muera/ dirán con buenas intenciones que no supe llorar./ Ahora llueve de nuevo./ Nunca ha sido tan tarde a las siete menos cuarto como hoy./ Siento deseos de reír o de matarme”.

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Aquel muchacho que no es correspondido, la mujer que solloza a solas en la recámara, el padre de familia que ha sido despedido, la anciana que se ha quedado sola, el obrero en huelga, la estudiante reprobada, el joven que no encuentra empleo, la esposa que cocina frijoles con huevo, el solitario que se moja bajo la lluvia, el señor con diabetes, el recién divorciado, la viuda con cáncer de seno, la joven con el corazón destrozado y la chica con las alas atadas al pasado, aquel chaval que se siente a la deriva, la adolescente embarazada, el hombre que trabaja doce horas, el que falló un penalti, la que es acosada por su patrón, el que no soporta su empleo, la madre soltera, el cantor sin inspiración, el poeta sin libro, la ñora que vende quesadillas, el cantinero abstemio, el que limpia los baños, la madre de cuatro hijos, el maestro a punto de jubilarse, la secretaria que anda con su jefe casado, el alcohólico que no tiene remedio, el muchacho melancólico, la que sufre porque le han puesto el cuerno, el hombre que camina sin rumbo, el melancólico, el desesperado, el hombre que se habla de tú con la derrota… todos hacen un ejército, todos son una legión que no sabe de victorias, que no encuentra la alegría ni en un crucigrama. Todos ellos son los que caminan con la cabeza baja, con las manos en los bolsillos, con la mirada oscura, con los pasos más cansados que la suela de sus zapatos. Todos, todos ellos, miran la lluvia como si fuera el presagio de otra noche en vela, de otra madrugada con las ventanas empañadas. Todos ellos son los que caminan cabizbajos y nos contagian su tristeza, como si fuera una epidemia, como si este país y este suelo y esta tierra no tuvieran ya suficientes achaques. Sí, alguien debería emitir la alerta amarilla, antes de que se propague sin remedio esta epidemia de cabizbajos. Y yo escribo esto, rodeado de recuerdos que no me hacen bien, escuchando canciones de los Fabulosos Cadillacs, propias para cabizbajos: “Las luces del bar, empiezan a molestarme,/ y vos decís que sus ojos están, tan llenos de vida,/ pero, no te ven, no te ven.../ ibas a llorar, vasos llenos te interrumpen,/ quizá ella nunca sabrá que los amigos/ brindan en una tarde de soledad./ Huellas del recuerdo,/ las hojas muertas de aquel otoño,/ y las lágrimas que duelen más”. 

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