Guerrero: la pradera seca

OPINIÓN 29/04/2013 01:00 Actualizada 01:00

Chilpancingo fue escenario el miércoles de la semana pasada de uno de los peores actos de vandalismo de que se tenga registro reciente en esa ciudad y en el país, incluso más graves que los que tuvieron lugar en la ciudad de México el 1 de diciembre de 2012, antes, durante y después de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto.

Fueron casi tres horas de destrozos en edificios públicos en la más absoluta impunidad. Fue la reacción, con rabia inocultable, de los maestros de la Coordinadora y el Movimiento Popular de Guerrero, a la decisión legislativa de la víspera que rechazó, en definitiva, dos de sus demandas centrales respecto a la reforma educativa: la autoevaluación y la contratación automática de los normalistas egresados.

Nada hizo la policía, mientras la furiosa turba irrumpía y destrozaba las sedes locales del PAN y el PRD, menos cuando incendiaba el edificio del PRI o arremetía contra rejas y ventanales de otros edificios públicos. El gobierno que encabeza Ángel Aguirre explicaría, después, que era una provocación, que entre la turba había gente con armas de fuego, que lo que los disidentes buscaban era provocar para que corriera la sangre y que, por eso, decidió no intervenir. Después solicitó órdenes de aprehensión contra los dirigentes del movimiento, Gonzalo Juárez y Minervino Díaz, y otros 33 participantes en los hechos de vandalismo.

Al clamor creciente de mano dura contra los vándalos proveniente de los grupos más conservadores y de la clase media, se sumaron voces de la izquierda electoral, entre otras la del líder nacional del PRD, Jesús Zambrano, y la del gobernador de Morelos, Graco Ramírez, quien hizo una acusación muy grave al señalar que en el movimiento guerrerense estaban infiltrados grupos subversivos.

Atizaron así los ánimos contrarios a un movimiento popular que ciertamente, por el simple hecho de serlo, no tiene el derecho a “vandalizar”, por muy legítimas que pudieran ser sus reivindicaciones.

Y es que así como hay un descontento real producto, en este caso, de una reforma educativa contraria a los intereses de esos grupos radicalizados, también hay una reacción tan violenta, excesiva y provocadora como la de los mismos maestros.

En línea con este difícil equilibrio en el análisis, puede decirse que tan dañino es que las autoridades no hagan algo frente a semejantes expresiones de violencia y odio social, como que arremetan con la fuerza pública para aplastar la protesta y criminalizar a los que la lideran. Lo primero dejaría la percepción de un gobierno blandengue, permisivo, que no sabe hacer respetar el Estado de derecho; y lo segundo, podría convertirse en el chispazo que prendiera la pradera tan seca que es en estos momentos Guerrero, en lo particular, y el país en general.

¿Por qué no prosperan el diálogo y la contención para resolver este conflicto? Porque hay un desgaste de los instrumentos institucionales de representación y mediación. Los sectores populares no se sienten representados por sus gobernantes y están seguros que cualquier mediación terminará en traición. Es un desbordamiento institucional que se agrava conforme se profundiza en un proyecto económico al que cada vez más abiertamente le parecen irrelevantes y sacrificables los intereses de las bases sociales.

Y así, mientras los maestros de Guerrero destruían las sedes locales del PAN, PRI y PRD, los tres principales partidos se ponían de acuerdo con el gobierno federal para relanzar el Pacto por México, severamente averiado por las denuncias documentadas contra la Sedesol de usar programas sociales en la promoción priísta, de cara a las elecciones de julio próximo.

Maestros y movimiento popular guerrerenses han resuelto, por lo pronto, una especie de tregua en sus movilizaciones hasta el miércoles próximo, plazo después del cual arreciarán, según dijeron, sus protestas. Mientras el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, dice estar dispuesto a dialogar sin que las órdenes de aprehensión expedidas estén a discusión, el secretario de Educación, Emilio Chuayffet, reitera: diálogo sí, pero aplicando la ley.

No se ve en el horizonte una solución posible al conflicto en un crudo ejemplo de lo que es el desfasamiento que hay entre la imagen de normalidad institucional que políticos y empresarios se empeñan en posicionar, y una inconformidad social que todo indica crece.

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