Cuando andas bien erizo

OPINIÓN 27/06/2013 05:00 Actualizada 05:00

Siempre era un hallazgo encontrar una moneda tirada en la banqueta, cuando iba por las tortillas o si me mandaban por medio kilo de jitomate. Como no podías quedarte con el cambio, para un niño era fantástico hallar cinco pesos abandonados en cualquier acera.

Como no sobraba dinero, sino al contrario, cuando éramos unos chiquillos, nos las arreglábamos para darnos pequeños gustos. A veces los tíos nos mandaban por las caguamas y entonces se mochaban con unos cuantos pesos. O la vecina nos pedía que le ayudáramos a sacar la basura y nos daba alguna recompensa. Y cuando no sucedía nada de eso, entonces nos empeñábamos en juntar latas de aluminio o cartón pal’kilo y las vendíamos en el depósito de don Porfirio. Y era entonces cuando nos sentíamos como potentados, con 10 o 20 varos en los bolsillos. Con la sonrisa de los que creían haber hecho el negocio de su vida, marchábamos de regreso a casa pensando en qué gastaríamos aquella pequeña “fortuna”. Y nos íbamos a las maquinitas a jugar Donkey Kong, que era nuestro favorito, por un buen rato. Y pedíamos unos choco-roles que devorábamos mientras esperábamos nuestro turno, luego de formar nuestra ficha sobre el tablero. En verdad que esos momentos eran tan perfectos, sobre todo si imponíamos un nuevo récord en aquel juego, que nos hacían olvidar que siempre andábamos bien erizos: sin un peso en los bolsillos, con los tenis vulcanizados y el pantalón con parches en las rodillas. Pero cuando eres niño, de esos que anhelan todos los juguetes de los catálogos, te bastaba con poco para olvidar que la pobreza merodeaba a tu familia. Bastaba con corretear una pelota o mirar las caricaturas y construir fortalezas en la azotea, para olvidarte por completo que no habría pastel de cumpleaños, ni la avalancha reluciente el próximo Día de los Reyes Magos. Cuando éramos niños siempre andábamos erizos, sin un peso en los bolsillos, pero con un chingo de sueños en forma de cometas. Ya lo refiere Dante Guerra, cuando disecciona los días de viento a favor: “Volábamos cometas coloridos,/ corríamos de un lado a otro,/ con una sonrisa desprovista de malicia,/ con los pantalones cortos/ y una alegría que nos propulsaba por los baldíos./ Nunca vi un niño tan soñador,/ ni una pandilla tan loca,/ como aquellas tardes con el viento a favor./ Hacíamos cometas sin usar instructivos,/ tal como lo habíamos aprendido,/ y a veces volaban bajo y en ocasiones/ chocaban de inmediato con el suelo,/ pero no nos dábamos por vencidos./ Y les atábamos un contrapeso/ para que levantaran el vuelo,/ como si de ello dependieran/ todos nuestros sueños./ Y cuando al fin surcaban el cielo,/ soltábamos más y más cuerda,/ queriendo que compitieran con las nubes./ Éramos felices como nunca,/ hasta que se rompía la cuerda”.

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De aquellos días cuando construíamos cometas, de aquellas tardes cuando andábamos bien erizos sin un peso para los Gansitos, me quedó la manía de observar las nubes y agradecer las tardes con buen clima para emprender el vuelo. No siempre me sonríe la fortuna y las quincenas se me hacen eternas, incluso a veces quisiera encontrarme un billete tirado en el suelo, para no sentirme tan erizo cuando hurgo en mis bolsillos. Y no sé si a ti te sucede, de vez en cuando o con frecuencia, pero hay semanas tristes en que nada se acomoda: te sobran suspiros, la soledad te aguijonea, y encima de todo no alcanza para curarte los olvidos frente a una copa de vino o brindando con los amigos. Hay fines de semana en que andas bien erizo, contando los días para que llegue el día de pago, rezando para que no lleguen gastos imprevistos. Y vas viviendo al día, estirando el sueldo, buscando las ofertas en los folletos del supermercado, mientras haces cuentas y consultas tu saldo. Hay días en que te sientes bien erizo, contando los centavos, ahorrando energías para seguir luchando. No es algo nuevo, te consuelas, así eran los días de la infancia, así pasaban las épocas de estudiante, pero no te das por vencido y miras al cielo con ganas de echar al vuelo otro cometa que destelle junto al sol. Hay tardes que el viento te recuerda la felicidad que te correteaba cuando eras niño. Y sonríes como tonto y te das ánimos pensando en aquellos días en que bastaba con muy poco para sentir que todo valía la pena. Y reflexionas en tus pocas pertenencias: los libros, la música en el iPod, los pocos amigos verdaderos, alguien que te ama, el perro que te espera, el gato que se acurruca a tu lado, las miradas de tu madre, la ventana que da al traspatio, aquellos abrazos que reconfortan, los silencios en la madrugada, las caminatas por el parque, tu playera favorita y los acetatos de Los Beatles. No todo está perdido, aunque sufras al fin de la quincena y se acumulen los recibos de pago, te quedan muchas maravillas para sentirte afortunado. Ya lo dice Jorge Drexler, cuando explica que la vida es más compleja de lo que parece: “Perderme, por lo que yo vi/ te rejuvenece./ La vida es más compleja de lo que parece./ Mejor, o peor, cada cual/ seguirá su camino…/ Cuánto te quise,/ quizá seguirás sin saberlo./ Lo que dolería por siempre,/ ya se desvanece./ La vida es más compleja de lo que parece”. Y sí, aunque a veces tropieces, cuando andes más erizo que siempre, siempre habrá pequeños tesoros que te reconciliarán con aquel niño que aún habita en ti y que te recordarán que hay días propicios para volar cometas, cuando el viento está a favor y aunque el sol se esconda.

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