Si le regalas a otro mi lunar

OPINIÓN 26/09/2013 05:00 Actualizada 05:00

Aquella chica me soltó la máxima frase de hospitalidad que dicta “Bienvenido, en qué puedo servirte”. Su sonrisa se congeló y percibí un trastabilleo en su mirada cuando me reconoció. “Hola, quiero un combo nachos”, le guiñé un ojo.

“Con mucho gusto” y giró para preparar mi orden. “¿Quieres extra queso para tus nachos?”, preguntó con evidente incomodidad. “¿Y si mejor me cuentas cómo es que llegaste a esto?”, cuestioné nomás por joder. “Roberto, por favor, no me hagas esto”, respondió. “Déjame adivinar, seguramente el encargado de la dulcería es tu nuevo novio”, solté divertido. Vianey había sido mi novia, hasta que se “enamoró” de su jefe en la agencia de “edecarnes” en la que trabajaba. “Nunca vas a cambiar, eres odioso”, reclamó. “Mejor cóbrame, que ya va a empezar mi película”, sugerí. Y me hizo caso. “Gusto en saludarte”, sonreí maliciosamente. Ella no tuvo argumentos. Mientras ponía salsa a mis palomitas vi el cuadro de honor y allí estaba la foto de Vianey como la empleada del mes. “Seguro que se acuesta con su jefe inmediato”, murmuré divertido. Bueno, al menos no trabajaba en McDonalds, porque los combos de allí son terribles. A Vianey me la presentó un amigo en una fiesta. Era linda, tenía bonito cuerpo y a mí me pareció una chava inteligente. Había dejado los estudios de sicología, porque ella argumentaba que no era su vocación y que sólo quería darle gusto a sus padres. Mientras tanto, trabajaba como recepcionista en un despacho de no sé qué carajos. Salimos unas cuantas veces, nos hicimos novios, y todo parecía ideal. Ella me juraba que estaba enamorada de mí y que regresaría a la escuela para terminar su carrera, siempre que encontrara un trabajo “decente” que se lo permitiera. Yo le conseguí chamba con un conocido en una agencia de demostradoras. Y todo parecía perfecto... hasta que conoció a no sé quién y se volvió edecán de la cerveza Sol. Entonces comenzó a llegar cada vez más tarde a su casa, a beber más de la cuenta, a espaciar nuestros encuentros, a pedirme cosas cada vez más locas en la cama, a recibir “bonificaciones” por su buen desempeño en la chamba. Y una noche, saliendo del cine, no quiso ir a mi departamento con el pretexto de que “no puedo desvelarme, mañana tengo cosas que hacer muy temprano”. Nunca le había preocupado eso. “Mira, Vianey, déjate de rodeos, que esto no es el argumento de Teresa ni esas pinches novelas que ve tu jefa”, comenté. “Ay, ya vas a empezar con tonterías”, se escudó sin oficio. “Lo que es una tontería es que me quieras ver la cara de pendejo. Si este chupón que traigo no sólo es un llavero, también lo uso para no chuparme el dedo”, remarqué con fastidio. La muy idiota recurrió al truco más viejo, el de “no me lo tomes a mal, no eres tú, soy yo...”. Le corté su frase tan “inspirada”. “Al diablo, esto ya valió madres”, son esas cosas que se intuyen. Y le solté una frase lapidaria de Jaime Sabines: “No pongas el amor en mis manos, como un pájaro muerto”.

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Ella insistió en minimizar el asunto con aquello de “a lo mejor si nos damos un tiempo”. Ni madres. “Sólo te pido un favor, borra mi número de tu celular, no quiero que me llames en las madrugadas para esas jaladas de ‘te echo de menos’ que sueles hacer cuando estás ebria”. Se indignó y se fue en el primer taxi que paró. Dejamos de vernos, me llamó algunas veces en la madrugada, y una amiga en común me contó que el tipo por el que me cambió no le cumplió las promesas de volverla una edecán de “primera” y que la botó cuando se cansó de su trasero. Y cuando Vianey intentó volver conmigo ya no era buen tiempo. Había empezado la temporada de lluvias y yo me refugiaba de las tormentas en brazos más cálidos. Vianey nunca regresó a la escuela, pero tiene bonita letra, una linda sonrisa y además le sale bien esa frase de “bienvenido a Cineplus, ¿en qué puedo servirle?”. Con razón es la empleada del mes. Aunque esa pinche gorrita que usa opaca el brillo de sus ojos. ¿O será que había perdido el brillo desde antes? Quizá yo no había reparado en algunas cosas que antes me habían deslumbrado. Como la manera en que nos conocimos. La noche que nos presentaron, ella platicaba muy animada con un sujeto bien parecido, le tocaba el brazo e inclinaba su cuerpo cerca de él. Luego, cuando mi amigo le contó que yo era una especie de celebridad en Facebook y que escribía en un periódico, ella se olvidó del otro tipo y no se despegó de mí. “¿Por qué te dicen canalla?”, me preguntó un tanto intrigada. Le conté la versión corta. Y ella rió un poco y yo hice algunas bromas en torno a mi bipolaridad. Vianey me tocaba el brazo, como la había visto hacerlo antes, pero luego de unas cervezas rozaba su pierna con la mía y de buenas a primeras me dio un beso furtivo. Cuando comprobó que le correspondí, me sugirió que la acompañara por cigarros al Oxxo. Sólo era un pretexto para salir a fajar en las escaleras. Ya no regresamos a la fiesta y terminamos en mi departamento. Aquella noche no dormimos, parecía que su cóncavo y mi convexo estaban hechos a la medida. Por la mañana, antes de irse se excusó con eso de “no vayas a pensar mal de mí, no acostumbro hacer esto…” y le dije que no necesitaba explicar nada. Pero ella insistió: “es que tú me atraes mucho, tienes algo que no sé explicar pero me gusta estar a tu lado”. Vaya que era hábil. Y uno que es difícil de convencer. Entonces tomó mi celular y marcó un número, para luego colgar. “Ya está, ahí tienes mi número. Espero que me llames”, me dio un beso fantástico y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, desde la puerta me hizo el gesto de “llámame”, con la mano, y me sonrió como lo haría el Diablo en una subasta de almas. A mí todo eso me pareció encantador, en ese momento, y por supuesto que la llamé. Pero meses después, cuando todo terminó sin mayores reclamos y me quedé un rato a solas pensando en ella comprendí que esos trucos, las frases, las señas y los gritos obscenos en la madrugada no se aprenden de la noche a la mañana. Pero un@ siempre es un idiota, idealizando a la pareja y creyendo que sus encantos son espontáneos, que nada está estudiado. Cuando en realidad, la mayor parte de las veces sólo somos un escalón en su felicidad. Y como cantan los Caligaris, cuando se acaba es mejor irse con dignidad: “Y me conformo con saber/ que sigues siendo esa mujer,/ que aunque ya no pienses en mí,/ todas las noches sonreís./ Y me consuelo al entender/ que aunque te sufro en soledad,/ fui un escalón importante en tu felicidad./ No es que tenga celos,/ ni mucho menos esperanzas de volver./ Si soy todo un caballero/ tengo que saber perder,/ pero reconozco que me gana la curiosidad/ de saber si ya le regalaste a otro mi lunar”.

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