'Las tapadas'

OPINIÓN 25/03/2015 05:00 Actualizada 05:00

En 1998, durante la 57 Legislatura del Congreso de la Unión, como diputada federal presenté una iniciativa sobre el lenguaje de género para que al nombre Cámara de Diputados se le agregara además “y de Diputadas”. Sobra decir que es obvio que la propuesta no pasó ni siquiera a la discusión, lo que sí fue un hecho, el objeto de burla que resultó el haberme atrevido a plantear semejante “locura”.

Años más tarde, el oportunista de Vicente Fox utilizó hasta el cansancio dicho lenguaje, como parte de la mercadotecnia política, hasta el grado de llevarlo al ridículo, desde donde se enriqueció hasta el límite de su ambición y traicionó los principios democráticos que lo llevaron a Los Pinos.

En México, una expresión política en desuso, empleada durante varios sexenios para referirse al posible sucesor del Presidente de la República en turno, fue “el tapado” sobre el cual se tejían y destejían toda suerte de historias que recorrían el imaginario político del momento. Por ahí desfilaron decenas de varones del gabinete del señor todopoderoso del Ejecutivo federal. Todos ‘suspirantes’ de tan envidiable cargo nacional. Eso sí todos representantes del género masculino.

Sin embargo, usar el término “las tapadas”, para decepción de algunas lectoras, no tiene ni en el más remoto de los casos, la misma acepción. Las antiguas “tapadas” o “cobijadas” es el sustantivo que se utilizó para describir la indumentaria de las mujeres de sociedad al sur de nuestro continente, que a la vez que se quedaban envueltas en su coquetería, se trasladaban a la clandestinidad convertida en sacrilegio permitido.

Flora Tristán, luchadora por los derechos de la mujer, nacida hace más de 200 años, plasmó en su libro “Peregrinares de una paria” las memorias de su viaje trasatlántico desde Europa hacia América del Sur, para recuperar su herencia y su cultura. En el documento narra acuciosamente las costumbres de la sociedad peruana.

Al vestido se le llama saya, el cual “se compone de una falda y de una especie de saco que envuelve los hombros, los brazos y la cabeza y se llama manto. Ya oigo a nuestras elegantes parisienses lanzar exclamaciones sobre la sencillez de este vestido. Pero están muy lejos de pensar en el partido que puede sacar de él la coquetería”.

“Una saya ordinaria necesita doce o catorce varas de raso [...] Está completamente plisada de arriba a abajo, a pequeños pliegues y con tal regularidad que sería imposible descubrir las costuras. (…) Las elegantes tienen, además, otras de colores de fantasía, tales como morado, marrón, verde, azul, rayadas, pero jamás de tonos claros, por la razón de que las mujeres públicas las han adoptado de preferencia. El manto es siempre negro y envuelve el busto por completo. No deja ver sino un ojo”.

Sin embargo, afirma que todas las mujeres la usan, cualquier que sea la clase social a la que pertenezcan. Se le respeta y forma parte de las costumbres del país como en Oriente lo es el velo de la musulmana. “Desde principio hasta el fin de año, las limeñas salen así disfrazadas y aquel que osare quitar a una mujer con saya el manto que le oculta el rostro por completo a excepción de un ojo, sería perseguido por la indignación pública y severamente castigado”.

La mujer con “manto y saya puede salir sola. Y de regreso a casa”.

De regreso a la casa, el marido “no le pregunta dónde ha ido, pues sabe perfectamente que, si tiene interés en ocultarle la verdad, le mentirá”.

El libro fue quemado a finales del siglo XIX en una de las plaza de Arequipa, de donde fuera originario el padre de Flora y desde luego en la ciudad de Lima, frente al público del escenario de un famoso teatro. Mario Vargas Llosa, arequipeño también, recoge estos pasajes y las luchas de esta mujer emblemática, quien además fuera la abuela del gran pintor Paul Gauguin, en su novela “El paraíso en la otra esquina”.

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