Ah, la maldita primavera

OPINIÓN 21/03/2013 13:12 Actualizada 14:36

Parecen días radiantes. Los pájaros anidan en nubes soleadas mientras una niña de trencitas saborea un helado con chocochips. Y las parejas de enamorados se abrazan más de lo acostumbrado. Y a mí que me cae tan gorda la primavera.

Ah, la maldita primavera. A mí me da lo mismo que a los adolescentes se les alborote la hormona o que los abuelos saquen su silla para asolearse y que las señoras usen vestidos ligeros y que sus maridos anden como jumentos en equinoccio (¿se los traduzco?). A mí lo que me enferma no es la cursilería de las parejitas en los parques, sino este calor que se ha intensificado con la contaminación, con el calentamiento global. Neta que no me llevo bien con el sol, sobre todo si consideramos que el pinche Juan Gabriel se excedió con esa jalada que dicta “buenos días alegría, buenos días al amor./ Buenos días a la vida, buenos días señor sol./ Yo seguiré tratando de ser mejor,/ yo seguiré tratando de ser mejor”. Me cai de madres que es para darle pamba a Juanga nomás por ridículo y simplón. Bueno, pero el punto —dije “el punto”— es que yo me llevo muy mal con la primavera, con el sol a plomo y con esta sensación de que en cualquier momento veré desfilar frente a mis ojos a unos chavitos con disfraz de abejorro (como en un videoclip de los ochenta).

Y cómo no sacarle la vuelta a la primavera cuando tienes suficientes razones para renegar, además de la intensidad del sol. Yo creo que le tengo resentimientos a esta temporada desde que era chavito, porque de por sí creces con inseguridades y encima lo trauman a uno con sus malditos festivales de primavera: Y te disfrazan de abejita, de pollito, de árbol optimista, de mariposa y hasta de brócoli feliz, como si usar mallas de color verde resultara la mejor experiencia de tu vida o te fuera a forjar el carácter. No me jodan. Y luego no quieren que uno crezca con traumas imborrables, carajo. En qué estaban pensando nuestros padres cuando grabaron esas escenas para repetírnoslas en las reuniones familiares. Y luego va tu chava y se carcajea en tus narices: “¿A poco esa cosa tan chistosa eras tú?”. Ni modo de fingir demencia o pretextar que era tu hermano gemelo, quien se fue de misionero al Amazonas y se olvidó de la familia. Ya ni Pedro, dijo Pablo. A mí siempre me fastidiaron los festivales, esos donde hay que hacer rondas infantiles y odas a la primavera, con las maestras pidiéndote que sonrías y abras los brazos como “un ave en libertad”. Que no chinguen. Un ave en libertad no usa gafas, ni la peinan con limón, ni tiene que declamar cursilerías frente a un montón de madres ridículas que se pasaron toda la noche anterior cosiendo el disfraz de grillito cantor. Y así era cada año, con las típicas odas a Benito Juárez y las rondas infantiles con las canciones de siempre. Con razón Juan Gabriel compone cosas como “todas las mañanas entra por mi ventana el señor sol”, con justa razón el maldito Arjona sale con esa jalada de que “no es casualidad que tierra rime con guerra”. Seguro que estos genios de la rima fácil estudiaron en escuelas públicas, como tú y como yo, claro está. La diferencia puede radicar en que yo no era feliz disfrazándome de girasol o de conejo con bigotes maquillados, ni desfilando en un triciclo adornado con flores de papel crepé.

Como si no fuera suficiente con todo lo anterior, en la primaria me entusiasmé con la niña más simpática de mi salón, sin imaginar que en su interior moldeaba una monstruosidad. Jajajaja. Me cai de madres que a veces soy bien exagerado. Bueno, el caso es que yo estaba fascinado con Tanya, que siempre iba bien peinadita y arreglada, oliendo a jazmín en flor (como dicen los clásicos) y yo soñaba con ser su pareja de baile aunque fuera en la danza de los viejitos, pero resulta que no se me iba a hacer nunca porque ella ya tenía su lugar apartado en el festival de la primavera. Y era el número estelar: “una sorpresa especial”. Yo la imaginé con su vestido de reina de la primavera, declamando una poesía hacia los cuatro vientos. Pero grande fue mi sorpresa cuando la vi sobre el patio central, vestida como rumbera precoz, cantando eso de “con el apagón, que cosas suceden, que cosas suceden con el apagón”, como si ella supiera o adivinara que yo detestaba esa canción, entre muchas otras barbaridades que se escuchaban en la radio. Aunque tenía bonita voz la escuincla, a mí me decepcionó un poco verla cantando esas aberraciones del pop. Pero sólo era una niña, qué se podía hacer. Y así fue pasando el tiempo y ella fue dejándome de gustar por su insistencia en imitar a Yuri en los festivales del Día de la Madre, del Maestro, del Alumno, de lo que fuera pretexto para subirse a cantar. Ya entonces acabaría por enterarme que la madre de Tanya era fundadora de un club de fans de Yuri y que parecía empeñada en que su hija fuera una franquicia de sus manías. Pobre Tanya, seguro que ahora trabajará en un barecito de poca monta, desgarrándose las venas con La maldita primavera. Y cada noche, mientras se maquilla antes de subir a la tarima, maldecirá a su “jefa” por no haber entendido que a las aves no se les enseña a trinar, sino a desplegar las alas. Lo bueno es que mi jefa no era fanática de Rigo Tovar o de Juanga. Ya me imagino, cantando “vamos al Noa Noa, vamos al Noa Noa” en un cabaretucho y con boa de plumas. Carajo, creo que el sol me atolondra y me hace escribir barbaridades. Mejor hay que ir planeando un pic nic nocturno en la azotea, mientras escuchamos a Los Rodríguez cantando “aquí no podemos hacerlo”.

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