¡Adiós, Gabo!

OPINIÓN 18/04/2014 05:00 Actualizada 05:00

“Uno no se muere cuando quiere sino cuando puede”, solía comentar el asombroso Gabriel García Márquez, quien pudo morir ayer a los 87 años. La frase lo retrata: sencillo pero profundo, contundente y provocador, mente fantasiosa, contador de historias en su modo tan colombiano del Caribe, no muy diferente, por cierto, a los de sus célebres personajes que luchan entre el querer morir y el poder hacerlo en el fantástico universo de su obra literaria.

El periodismo —que ejerció con notable maestría— me permitió acercarme a él un poco más de lo que cualquier admirador puede. García Márquez publicó Cien años de Soledad en junio de 1967. Cinco años después yo leía la portentosa novela por exigencia académica que siempre agradeceré al inolvidable maestro Guillermo Sheridan, crítico literario y escritor que más tarde se sumaría al círculo íntimo de Octavio Paz en la revista Vuelta.

No perdí de vista su obra después de aquel primer encuentro con la familia Buendía y el legendario Macondo. La fortuna me puso en el Canal 13 bajo las órdenes de la queridísima maestra y amiga Sara Moirón, avecindada en Coyoacán cuando los García Márquez, Gabriel y Mercedes, todavía vivían por esos rumbos en los que, por cierto, fue escrita Cien años de Soledad.

Mercedes y Sara eran vecinas y amigas. La mujer de García Márquez le había exigido a su esposo que se concentrara en la novela, que ella se ocuparía de los gastos de la casa. Y así lo hizo. Mercedes recurrió a sus amigos, recordaba Sara. Ambas, junto con el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y su esposa Lía, se ocuparon en esos meses de creación que nada faltara en la casa de Gabo.

Sintiéndome más cercano al personaje sólo por las historias que contaban esos amigos entrañables, topé personalmente por primera vez con García Márquez en el aeropuerto de la ciudad de México. Era julio de 1979 y volaríamos a Panamá en el mismo avión comercial. Antes de abordar, no tuvo empacho en conversar unos minutos.

Un tema: el miedo a volar que, en ese momento, ambos aceptamos tener. Me contó que el artista español Pablo Picasso decía: “Yo no le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo al avión”. Otro temeroso —decía— era el escritor mexicano Carlos Fuentes. Ellos habían llegado a la conclusión de que “el verdadero temeroso del avión no es el que se niega a volar, sino el que aprende a volar con miedo”.

Otro tema, y ya que ambos íbamos a Panamá, fue el general Omar Torrijos, el liberador del Canal. Veía en él a un hombre providencial e irremplazable en la patria grande latinoamericana. De él recordó, y ahí enganchó con el tema inicial, las múltiples precauciones que tomaba para ir de un lado a otro en su bimotor De Havilland Twin Otter, a fin de asegurarse que nunca cayera. Un año después, Torrijos moriría en un misterioso accidente de aviación.

Ya en Panamá, sin saberlo de antemano, coincidimos en la casa de Torrijos. Él para tomar camino con el general a una comida en la Isla Contadora. Yo para entrevistar al traumatólogo Carlos Toledo Plata, uno de los máximos dirigentes del movimiento guerrillero colombiano M-19.

A Gabriel García Márquez le notificaron en agosto de 1982 que había ganado el Nobel de Literatura y a mí que tenía que entrevistarlo, misión complicada por el asedio periodístico que lo llevó a cancelar cualquier posibilidad. En la búsqueda me enteré que viajaría a San Luis Potosí en octubre para dar la pizarra de inicio de la película Eréndira, basada en su novela, originalmente concebida como guión cinematográfico: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su desalmada abuela.

Se hospedó en el hotel Cid de la capital potosina. Era domingo en la noche y cenaba solo en la cafetería. Me animé a pedirle la entrevista. Dijo que no, que siempre le preguntaban lo mismo. Pidió la cuenta y se fue. A la mañana siguiente me fui a la locación. Pasado el mediodía tomó camino de regreso, me vio y me dijo que si iba al hotel me fuera con él; 50 minutos duró el trayecto. Fue una de las conversaciones más interesantes y exquisitas de las que tengo memoria. No tomé notas, no era una entrevista. Cuando me despedí y bajé del auto me dijo: recuerda que no doy aventones. Yo entendí que había cumplido mi encomienda.

Volví a saludarle en La Habana en enero de 1998. Parecía increíble: en la plaza de la Revolución asistía a la multitudinaria misa que oficiaba Juan Pablo II. Estaba a la derecha de su amigo Fidel Castro. Pareció recordar los del aventón potosino y fue él quien me adelantó que la visita papal había arrojado la liberación de algunos prisioneros políticos cubanos.

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