Siempre estamos haciendo malabares

OPINIÓN 18/04/2013 01:00 Actualizada 01:00

Casi siempre andamos en la cuerda floja o haciendo malabares, con una u otra cosa, para no quedarnos como tontos ante los ojos de los demás. Por el trabajo, para agradar a una mujer, porque nos gusta llamar la atención o simplemente para comer.

Desde pequeños, en la adolescencia, a tus veintitantos o a estas malditas alturas parecemos payasitos de crucero: fingiendo una sonrisa, con aparente calma, sobre los hombros de alguien, pero no dejamos de hacer malabares. Como un mero acto de sobrevivencia, para no pasar desapercibidos, para decir “aquí estoy”, para no sentarnos con desánimo en la banqueta, hasta para parecer “agradables” o simplemente para sobrevivir, pero siempre estamos haciendo malabares. Hay muchas maneras de hacer malabares: con seriedad, para apantallar, por simple necesidad, con talento, sin mayor chiste, o nada más para ganarse el pan. Siempre andamos haciendo circo, maroma y teatro para seguir con la función. Que no te alcanza para la renta, para llegar a la quincena, para pagar la tarjeta de crédito, entonces hay que sacar el mejor truco y distraer a la realidad. Uno nunca sabe cómo hacerle, si subirse en un monociclo, si disfrazarse de payaso, si salir despeinado, si rezar antes o después, si consultarlo con el insomnio, si concentrarse todo el día, si mortificarse demasiado, si tronarse los dedos o hacer calistenia, si ponerle buena cara al mal tiempo… pero el chiste es que debemos practicar demasiado, casi todos los días, para convertirnos en expertos en el arte de hacer malabares. Y como dice Dante Guerra: “Tengo actos de escapismo,/ uno que otro truco barato,/ y esta sonrisa falsa que me sale tan bien./ Tengo pequeños actos de ilusionismo,/ que encenderán tu simpatía,/ que apelarán a la gracia,/ con tal de hacerte creer/ que soy un experto en magia/ y que sacaré conejos del sombrero/ o una flor que adornará tu cabello./ Tengo pequeños actos de magia,/ los suficientes y necesarios,/ para no quedarme en el intento,/ para sentirme vivo o que sólo sobrevivo,/ en un pequeño hueco en tu corazón”.

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Desde que me acuerdo, mi madre hacía hasta magia para que le rindiera el gasto, para que comiéramos como gente decente, para curarnos el dolor de panza, para remendar la ropa, para que fuéramos a la escuela, para que se nos quitara lo “burros”, para que termináramos la secundaria, para que pasáramos un cumpleaños feliz. En verdad, mi madre hacía malabares con su miserable sueldo y una fortaleza tremenda. Y no sé de dónde diablos ella sacaba fuerzas para seguir con la función. Tuvo que aguantar barbaridades y madrugadas sin dormir, con tal de que sus chamacos crecieran con alguna oportunidad. Y mira lo que ha hecho: nos han convertido en personas de bien. Yo no sé sí ha valido la pena para ella, pero supongo que se ha de sentir satisfecha. Y no porque seamos los mejores hijos, ni los padres perfectos, sino porque le da gusto habernos salvado de ese naufragio que es la miseria. Mi madre siempre hizo malabares y magia también, con tal de no quedarse inmóvil y darnos de comer. Mi madre hizo malabares para sacarnos adelante y para mirarnos un buen día, con ojos cansados pero aún con brillo, y reflexionar “creo que lo hice bastante bien”. Mi madre ya está cansada, más de lo normal, pero aún hoy en día sigue haciendo malabares. Uno que más quisiera que convencerla que ya se esté en paz, que se tome su tiempo para descansar, pero ella siempre encuentra la manera de ayudar a los demás, a su comunidad. Yo tengo una madre a toda madre, inteligente y audaz, que simpatiza con la izquierda y no soporta las injusticias y es una luchadora social. Mi madre tiene magia y más valor que muchos pusilánimes que conozco y, por lo que veo, seguirá haciendo malabares hasta que no pueda más.

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Tenemos pequeños y buenos trucos de magia para salir adelante, para ir tirando hacia arriba, para no hospedarnos en una mala pensión. Andamos por aquí y por allá, buscando cómo ganarnos la vida, cómo caerle bien a la gente, cómo enamorar, cómo llamar la atención. Yo he tenido un poco de suerte, creo que más de la habitual. Tengo un oficio algo distinto, que ha prodigado algunos aplausos y demasiadas simpatías. Me he vuelto un poco hábil en este difícil arte de hacer malabares con la palabra, así que me gano la vida redactando historias que algo tienen que ver con la pasión. Y a veces lo haré bien, otras regular y generalmente mal, pero trato de encontrar la rima adecuada, la frase correcta o una simple canción que nos llene los días de un poco de optimismo en medio de tanto nubarrón. Yo he aprendido, de tanto hacer malabarismo, que no hay nada mejor que compartir “la palabra precisa,/ la sonrisa perfecta”, como dice Silvio Rodríguez. Y también he comprendido que nuestros mayores pesares, así se esté desmoronando el mundo, provienen del corazón. Y que siempre estamos haciendo malabares para no sentirnos solos, para curar el dolor, para no extrañar demasiado. En verdad, siempre quisiéramos perfeccionar algunos trucos que enamoran, de esos que seducen, para no ser olvidados, para que nos quieran, para que nos echen de menos, para que no nos abandonen, para que el maldito corazón de una vez por todas se esté quieto y deje de hacer reclamos a deshoras. Uno que más quisiera que encontrar pequeños trucos, hacer malabares, para que la tristeza sólo sea pasajera y no como una maldita estación. Sí, uno que más quisiera que la poesía bastara como un distractor, para escapar durmiendo de los achaques del desamor: “Malditas sean las tardes sin compañía/ y las noches mirando el techo/ y las madrugadas con el sueño en vilo./ Maldito, maldito sea ese nombre/ que significaba tantas cosas/ y ahora sólo es sinónimo del dolor./ Sí, malditas sean las letras,/ cada una y todas juntas,/ de ese triste nombre/ que antes era esplendor/ y hoy sólo es una palabra que suena hueca,/ que sabe como jarabe para la tos”. Exacto, porque a veces no basta con la magia ni los malabares, necesitamos autorrecetarnos con poesía y una que otra canción, aunque nos sepa a medicina, a jarabe para la tos.

 

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