Todos los perros van al cielo

OPINIÓN 12/09/2013 05:00 Actualizada 05:00

Siempre tuvimos mascotas y eran buena compañía. Desde niños tuvimos perros, cuando las croquetas no eran un artículo de lujo y los presidentes eran igual de despreciables. El Puskas era un callejero, cruzado con corriente, pero tenía más lealtad que nuestros gobernantes.

Ahora me pregunto qué habrá sido del Puskas, de La Kenia, de aquellas mascotas que nos acompañaban en los malos ratos y también en los buenos. No son tiempos fáciles para el optimismo, nos quieren gravar hasta los sueños y cobrar impuestos hasta por sacar a pasear al perro. Pero no podrán quitarnos la alegría, ni cobrar peaje rumbo al cielo cuando nuestras mascotas cierren los ojos del sueño eterno.

Sí, yo sé que antes que los políticos, las mascotas llegarán primero al cielo. Eso lo tengo claro. Lo que desconozco es dónde quedaron, a dónde fueron tantas cosas que me alegraron los días en que crecíamos tan libres como perros sin correas. Yo me pregunto a veces, cuando me da por quedarme sentado y en silencio, qué habrá sido de mis risas adolescentes, esas que me hacían creer que la vida me sonreía aunque mis Converse parecían más viejos que el sombrero de mi abuelo. Y qué fue de mi infancia, aquella que brincaba sobre los charcos en las tardes lluviosas.

Y qué fue de mi resortera, tallada a mano y con paciencia en mis tardes de infancia. Y dónde fue a parar mi castillo Lego comprado en una venta de garaje. O qué fue del pupitre en el que hice tantos exámenes y grabé las iniciales de la chica que me gustaba en el tercero “B”. Qué fue de las cartas cursis que nunca le entregué a la maestra de educación física. Qué fue de tu mirada verde mariguana, mi querida Fernanda. Qué fue de la tiendita de la esquina, en la que hacíamos escala para comprar Frutsis congelados. Qué fue de mi madrina de primera comunión, que no creo que se haya suicidado como dicen que sucedió. Qué fue del gordo que me bulleaba en la escuela sólo porque era más grande que yo. Seguro que ahora es vendedor ambulante en cualquier estación del Metro. Qué fue de mi portafolios Samsonite, a prueba de maldades y caídas desde el segundo piso, aunque siempre perdía la llave. Qué fue de mi cuaderno de dibujo, en el que caricaturizaba a mi odioso profesor de química.

Y qué fue de mis tenis Panam, esos que me ayudaron a cruzar tantas metas en las competencias estudiantiles. Qué sucedió con la casita en el árbol que estaba en aquel baldío que hoy es una fábrica de plásticos y sus derivados. Qué fue de la bicicleta Benotto que me impulsó a conocer otros rumbos. Qué le pasó a la patineta que me retaba a intentar nuevos trucos, sin romper los pantalones en la rodilla. Qué fue de la loca de la colonia, con su maquillaje excesivo y sus profecías sobre el fin del mundo. Qué fue del columpio que cruzaba el río de aguas negras. ¿Aún seguirá en pie la pared en la que jugábamos frontón o pintábamos una portería imaginaria?

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Sí, a veces me pregunto, dónde quedaron mi acetato de Caifanes y los discos de Maldita Vecindad que escuchaba los sábados, fumando a escondidas de mi madre. Qué fue del Volkswagen abandonado frente a la vecindad de mi infancia. Tal vez aún sea refugio de algún vago, quizá ya está desmantelado en algún deshuesadero. En qué mudanza se habrá extraviado mi primera guitarra, que nunca estaba afinada, aquella que instrumentó mi versión incompleta de “Yesterday” y “Let it Be”. Qué fue de la chica que me encontraba en el pesero y me miraba de reojo con ganas de que le sonriera al menos una vez. Qué estará haciendo la chica que me besó por primera vez. Qué rumbo habrán seguido mi amigo Spock y sus orejas monumentales. ¿Se habrá casado con su prima lejana que tanto le gustaba? ¿O habrá partido en la nave del olvido a conquistar otras galaxias? Qué fue de mi prima Renata, del primo Fabio y el tío Leonardo, que “desaparecieron” hace muchos años apenas al cruzar la frontera. Quizá hoy son los reyes del pozole en Los Ángeles y uno aquí comiendo pizzas a domicilio o McTríos que saben a rayos. Qué fue del silbato de la fábrica, que sonaba sin falta, cotidiano, a las diez de la noche, mientras merendábamos café con bolillos. Qué fue de la mascota de la casa, esa que perseguía la sombra de su cola o le ladraba a las lagartijas que subían por la pared. Y qué habrá sido del Cachacuaz, aquel perro juguetón de mis vecinos y que me seguía cuando me mandaban por las tortillas. Seguro que descansan, tirados al sol, en el cielo de los perros, ajenos a este lío de las croquetas y los políticos que ya no saben qué inventar para cobrarnos cualquier pinche impuesto. Todo eso lo recuerdo, mientras me sigo preguntando qué habrá sido de tantas y tantas cosas que no causaban impuestos. Qué fue de los llaveros que coleccionábamos siendo adolescentes. Y dónde quedaron los posters que mis hermanas idolatraban en su habitación. Y dónde están mis libros del Che Guevara y mis ideales de ser parte de una revolución. Dónde habrá quedado aquella canción de Pablo Milanés que tanto me gustaba: “Dónde estarán los amigos de ayer,/ la novia fiel que siempre dije amar./ Dónde andarán mi casa y su lugar,/ mi carro de jugar, mi calle de correr./ Dónde andarán la prima que me amó,/ el rincón que escondió, mis secretos de ayer./ Cuánto gané, cuánto perdí./ Cuánto de niño pedí,/ cuánto de grande logré./ Qué es lo que me ha hecho feliz,/ qué cosa me ha de doler”.

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