Quemar el tiempo pasado

OPINIÓN 04/07/2013 05:00 Actualizada 05:00

Miraba a través de la ventanilla, como quien sólo deja que se pierda la mirada, y yo noté su perfil hermoso. Entonces la chica volteó, se dio cuenta que yo la observaba y luego me sonrió con una sonrisa tipo “la vida pasa rápido”.

Lo único que hice fue esquivar sus ojos, giré la cabeza y de inmediato pensé “¡qué idiota soy!”, le hubiera sonreído también. Fue tarde, porque intenté encontrarme de nuevo con su mirada y con su sonrisa, pero ella ya había vuelto a concentrarse en el paisaje urbano. Entonces se bajó del colectivo a unas cuadras del Metro. Pude haberla seguido, pero supe que era demasiado forzado y que si el destino lo proponía, volveríamos a encontrarnos. Lo que sí comprobé, mientras doblaba la esquina, era que su silueta lucía hermosa. Pasaron un par de meses y volví a encontrarme sentado junto a aquella mujer de sonrisa melancólica y perfil maravilloso. Tampoco quise hablarle ni seguirla, aunque descendió del transporte en la misma esquina. Por algo pasan las cosas, reflexioné, y me di ánimos pensando que la próxima vez que la encontrara entonces sí me animaría a abordarla. Todavía coincidimos en un par de ocasiones, aunque tampoco tuve el valor para hablarle. Otra vez supuse que habría una oportunidad más adelante, para justificar mi falta de valor. Hasta que me cambié de trabajo y modifiqué mis rutas, así que no volví a encontrarme con la mujer de mis sueños, porque llegué a soñarla un par de veces. Bueno, es el destino, me resigné. Pero había olvidado algo que, como sugieren en la película 500 días con ella: “No puedes atribuirle un gran significado cósmico a un simple suceso terrenal. Una coincidencia, eso es todo lo que cualquier cosa siempre es, nada más que una coincidencia”. Y entonces recordé que cuando estudiaba la universidad con frecuencia me encontraba a una chava que vivía por mis rumbos, aunque en otra colonia. Nunca nos hablamos, aunque era recurrente que nuestras miradas chocaran. Y cuando la sorprendía, ella estaba observándome y al verse descubierta llegaba a sonrojarse. Años después coincidimos en una reunión de una amiga en común y Gisela, que así se llamaba, me comentó que ella había estudiado Diseño Gráfico y que sabía que yo era egresado de Ciencias de la Comunicación; de hecho sabía más cosas, como me contó, porque entonces yo le gustaba y creía estar enamorada de mí. “Pero luego me curé, se me quitó con el tiempo”, bromeó. Yo le pregunté la razón por la que nunca me habló. “Es que yo era muy tonta”, rió con un gesto encantador, “no, la verdad es que era muy tímida y pensé que nunca te fijarías en mí”. En eso tenía razón, no es que no fuera bonita, pero a mí no me atraía. Como sea, nos volvimos buenos amigos y aún coincidimos de vez en cuando, aunque ella no deja de preguntarse algunas veces qué habría pasado si se hubiera atrevido a hablarme camino a la escuela. “Tal vez no me hubiera casado y ahorita no estaría felizmente divorciada”, bromeó la última vez que nos vimos. Y no pude evitar imaginar qué habría sido de mi vida si yo hubiera aprovechado algunas coincidencias con un par de mujeres que me gustaban. No, es verdad, nunca hay que escudarnos en eso de que “así lo quiso el maldito destino”.

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Por ello es que de un tiempo a la fecha, aprovecho el cruce de caminos. Así conocí a la mujer de mi vida, un día que estábamos frente a frente, mirándonos a los ojos. Aquella misma tarde la besé y amanecimos juntos, con la promesa de que nos veríamos pronto. Aunque a decir verdad, eso aún era incierto. Y sucedió, no como un evento cósmico ni un mandato divino. Sólo sucedió y poco a poco se fue instalando en mi vida, como canta Sabina: “No hay nada mejor/ que encontrar un amor a medida./ Como otras parejas,/ tuvimos historias de celos,/ historias de gritos y besos,/ de azúcar y sal”. En efecto, hay noches que dormíamos sobre nubes de terciopelo y en ocasiones hacíamos el amor en un sendero de fuego, pero había madrugadas que dormitábamos sobre una cama de clavos. Días buenos, como noches malas. Nada es perfecto, pero tampoco es cosa del destino ni hay que pedir ayuda divina para los desperfectos que un mismo puede arreglar. Por desgracia, el tiempo nos carcomió las rutinas y dejamos que los rencores se nos hicieran jaurías. Ya no estamos juntos, no sé si volveremos a vernos, pero lo que tengo perfectamente claro es que la echo de menos con demasiada frecuencia. Sobre todo cuando me acechan los insomnios con sus maullidos de gato de azotea, en esos momentos en que no puedo cerrar los ojos y me imagino frente a ella, musitándole esa maravilla de Draco que dice algo como “besar tus ojos ojos oscuros,/ dejar atrás las heridas; dormir, dormir pegado a tu pecho./ Esto es vida./ Cerrar mi mano en tu mano/ y beber tu dulce saliva./ Meter mi cuerpo en tu cuerpo. Esto es vida”. En verdad que eso era vida, sin duda alguna, me susurra la melancolía cuando me suena conocida: “Vamos a hacer nuestra casa en el cielo,/ en el cielo de alguna selva./ Cultivar el amor en rama/ y plantar estrellas./ Beber amor cada noche/ y comer amor cada día. Esto es vida”. Para no atribuirle todo a un suceso cósmico, la próxima vez que tenga en frente a la mujer de mi vida le diré quedito, con mi aliento junto al suyo, que deberíamos “quemar el tiempo pasado,/ dejarlo todo en la huida, estar desnudos de todo”, porque eso, eso es vida.

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