crónicas del meteoro

Dicen que los vampiros no existen

Supuse que me llamaba a mí, dejé de mirar la oscuridad tras el cristal y giré la cabeza sólo para encontrarme con su mirada cansada

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(Foto: Archivo, El Gráfico)

Viral 04/09/2019 11:43 Roberto G. Castañeda Actualizada 13:44
 

El microbús se le cerró a un taxi con alevosía y valemadrismo. No conforme con su culpabilidad, el cafre sacó la cabeza por la ventanilla y le mentó la madre al conductor del Tsuru. El viejito que iba sentado a mi lado se molestó y reclamó al chofer: “Dedícate a manejar bien, chamaco”. Aquel volteó y reviró: “Si no le parece pues entonces bájese, pinche ruco mamón”.

En ese preciso momento, comprendí que todos los días salgo a la calle para acabar poniendo mi vida en manos de cualquier lunático o neurótico o imbécil a quien lo engaña su mujer con el carnicero.

—Estos choferes son unos desgraciados —dijo el abuelo.

Supuse que me llamaba a mí, dejé de mirar la oscuridad tras el cristal y giré la cabeza sólo para encontrarme con su mirada cansada.

—No le dé importancia —manifesté.

—Es que si uno los deja que hagan lo que quieran, un día nos van a matar por manejar a lo loco —refunfuñó.

Nunca he sido muy hábil para las conversaciones, así que traté de clausurar el tema:

—Por eso prefiero viajar en Metro.

Me tocó el brazo, como en afán protector, y arrastró las palabras para alcanzar un tono dramático:

—No le haga, joven. Viajar en Metro es más peligroso, sobre todo en la noche. No ve que hay vampiros. Los vampiros viven en los túneles. Yo los he visto... he visto cómo se descuelgan de los techos y caminan por las vías hasta llegar al andén.

“No manche, abuelito”, pensé, pero no me atreví a decirlo y sólo puse cara de aburrimiento, como anunciando “los-vampiros-no-existen”.

—Yo sé que no me crees o que piensas que estoy loco, pero hazme caso: ya no entres al Metro, yo los he visto, he visto a los vampiros...

Ya no vea tantas películas, abuelo, le iba a decir. Pero en ese momento arribamos al paradero y bajamos. Por supuesto, no le hice caso y entré a la estación. Serían poco más de las 10 de la noche. Un voceador ambulante anunciaba la nota roja: 

“Mujer muerta en el metro La Raza”. Por un impulso inexplicable, compré el periódico y me encontré con un texto muy mal escrito que hablaba de una joven con el cuello destrozado y pocos rastros de sangre en el cuerpo. Especulaban con la historia barata de un “chupacabras” urbano de enormes garras y pelos de puercoespín, que alguna vieja histérica habría visto revolotear en la oscuridad del mismo túnel que ahora estaba frente a mí.

No sé por qué recordé las fantasías del viejo del microbús y supe que el delirio colectivo alcanza para esas tonterías y otras mucho peores.

Miré hacia el fondo del túnel y no encontré nada. Volví a observar con la impaciencia de los habituales usuarios en el andén y vi las luces del convoy a lo lejos. Lo seguí mientras se acercaba y justo cuando iba a rasgar la luminosidad del andén, vi de manera muy clara cómo la silueta de un sujeto cruzaba las vías con rapidez, a escasa distancia del tren. Supongo que el conductor también lo observó, porque frenó de inmediato, dejando casi todo el vehículo en la zona oscura, y bajó con expresión de espanto y llamó a los encargados de seguridad para regresar a checar, lámpara en mano, la penumbra del túnel. Me acerqué. No encontraron nada. Y con normalidad él caminó de regreso a su cabina, pero al pasar junto a mí le dije que también había visto lo mismo. Volteó a mirarme y descifró que no había sido una alucinación. Encontré miedo en su rostro. Fue a la cabina, echó a andar el Metro y lo estacionó bien. Abrió las puertas. Me subí en el último vagón. 

Sonó la alarma y justo cuando se cerraban las puertas surgió de no sé dónde un tipo andrajoso, despeinado, que entró precipitadamente. Se sentó frente a mí. No pude evitar un gesto de asco al percibir un hedor como a rata muerta que emanaba el sujeto. Clavó sus ojos en los míos y soltó una risita burlona que descubrió unos colmillos largos y amarillentos. Con frialdad, retiré la mirada. Me permití un levísimo parpadeó y cuando abrí otra vez los ojos él ya estaba sentado hasta el otro extremo del vagón. Volvió a lanzar su risita burlona. Nadie le prestó importancia, pero los cuatro o cinco pasajeros que compartían el viaje se tapaban la nariz. Bajé en Tlatelolco. Él también. Apresuré el paso. Volteé y no lo vi. Al llegar al torniquete de salida, lo encontré de frente. El policía de guardia le dijo algo. El extraño andrajoso lo ignoró y salió. Me esperó en las escaleras. Traté de caminar con calma y al pasar junto a él, pensé que se abalanzaría sobre mí, pero nadamás se aproximó un poco para decirme algo que todavía retumba en mi cerebro: “Podrías ser uno de los nuestros”, dijo suavemente aunque con firmeza, “percibo la maldad en tu interior. Tampoco te gusta la gente. Odias a la gente”. Entonces me dio la espalda y volvió sobre sus mismos pasos. Seguí mi camino. A lo lejos se escuchaba una melodía macabra, como salida de un viejo acordeón.

Eso fue hace varios días, pero aún escucho la hipnótica voz de aquel extraño sujeto. “Podrías ser uno de los nuestros... podrías ser uno de los nuestros... podrías ser uno de los nuestros”. Creo que sí, digo mentalmente, mientras se aleja otro convoy, mientras espero parado en el andén del metro La Raza, como antier, como ayer, como hace dos horas, como hace una hora, como hace unos minutos... pero aún no vienen por mí. Yo espero, siempre he sido paciente. Y mi lado malvado es mi peor consejero.

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